Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


viernes, 30 de mayo de 2014

Vuelta



Terminó marzo, pasó abril, mayo se está acabando. Hemos seguido teniendo una primavera suave, luminosa, un anticipo del verano con noches frescas, a pesar de estos últimos días lloviosos y casi fríos, que nos hacen esperar hasta el 40 de mayo al deseado infierno.
Como intuí, las flores siguen a mi lado; y sólo las flores.
El tiempo ha pasado. No diría que volando, porque siento haber exprimido los días, las noches, agotadas sus horas y agotado yo. Ha pasado, eso sí, ligero.
El paso del tiempo es elástico; los mismos 5 minutos duran lo que dura la intensidad de la experiencia. Es elástico en su percepción, pero intangible y rígido en su duración. No hago más que luchar en vano contra eso, sin horas en el día para hacer lo que debo y lo que quiero, y con la impresión de ni llegar, ni dar a basto. Siento que corro frenético a diario para no perder un tren a punto de salir. Cierto es que gran parte de esto es porque quiero tener a los flores todo el rato conmigo y hago huecos donde no los había, y porque, más allá de mi voluntad, el trabajo me absorbe más de lo que debería. Mis horas dan menos de si, porque he mudado mis prioridades y han aumentado mis deberes. Hay un desajuste entre mis deseos y mi capacidad. 
Hay momentos en los que me pregunto si no estoy cayendo en viejos hábitos que pensé superados, en trampas mohosas y oxidadas. Hay momentos en los que siento que estoy tejiendo con mimbres nuevos viejas jaulas con filigranas. Hay momentos, sin embargo, en los que veo mis contradicciones, en los que no veo ni trampas, ni jaulas, ni mimbres, sino que reconozco que tanto me gusta estar solo, hacer mis planes conmigo mismo, como estar rodeado de gente, hablando, bailando, mientras pasa el tiempo, o dejándolo pasar con alguien en particular, que cada ve me gusta más. En el viaje aprendí a dejarme llevar, a mirar el vuelo de una gaviota o al horizonte mientras amanecía sobre el Pacífico. Aprendí a llegar llevado por la fuerza de la marea, sin necesidad de agotarme braceando. También es posible, como siento muchos días al final de la jornada laboral, agotarse dejándose llevar, arrastrado por una corriente deontológica. Pero, claro, también dejarse llevar produce el efecto contrario, cuando quien arrastra no es una fuerza externa, sino otra que crece dentro, que sorprendentemente crece dentro y que sigue sin tener nombre: sigue siendo un cono de dulce de leche, una montaña milagrosa en la palma de la mano de un niño o de esa parte de mí que, a pesar de todo, se deja sorprender.