Eran las culpables de la desaparición del “usted”, y no por camadería fascista o internacionalista, lo que tendría un pase, sino por una dejadez ignorante, que también está dejando en el desuso el “gracias”, los “de nada” y el “por favor”. Del empujar y no dejar salir antes de entrar, y de no sostenerle la puerta a nadie. Del masticar con la boca llena, del llevar la boca al plato, y del sorber sin ser japonés. De esa actitud de tener derecho a todo, pero no tener ni una responsabilidad, ni un deber, de que todo viene dado y, por eso, ni hay que dar las gracias, ni pedir las cosas por favor. De la violencia social y agresividad hacia los demás, porque su mera presencia nos molesta, impide el disfrute ilimitado de nuestros derechos inherentes a “pasarlo bien”, a hacer ruido, a mearnos en la calle. En Madrid, Londres o Hamburgo.
Creo que exageraba. Releo esa lista de “cosas que me desagradan” y no puedo dejar de sentir que los tiempos han cambiado y yo no he cambiado con ellos, que, en un restaurante, yo me fijo si me sirven por la izquierda y recogen por la derecha -en casi ninguno-, pero que eso ha dejado de ser importante.
Sobre todo, exageraba con las chanclas. Los pies desnudos o medios desnudos en la ciudad son una guarrada, porque las calles no están limpias, y un peligro, porque puedes abrirte un dedo con el pico de una losa suelta. Además, las chanclas no amortiguan la dureza del asfalto y no sujetan para nada los pies, ni el arco, ni los talones, lo que es malísimo para los pies y la columna. Es una de mis obsesiones, desde que tuve problemas de inflamación de las pantorrillas el año pasado.
Sin embargo, cuando a mediados de los 80 se pusieron de moda las sandalias (urbanas) para hombre, me parecían el colmo de la elegancia y buscaba desesperadamente el par perfecto. Es más, uno de mis mitos eróticos de entonces era Tony Cantó, tal y como salía en el programa “La Tarde”, con sus polos y bermudas de Adolfo Domínguez y su sandalias de Farrutx. Las chanclas son, posiblemente, más cutres y populares que las sandalias, pero no son tan diferentes. Alguien más inteligente que yo dice que son democráticas e igualitarias y las defiende por encima de todo. Esta fue una de las dos razones por las que, este verano, decidí darles una oportunidad.
La otra razón fue que, después de dos veranos otoñales (2007 y 2008), la previsión del tiempo prometía un verano seco y caluroso en Londres -que no lo fue tanto-, por lo que, en los primeros días templados de mayo, sentí la necesidad de que hiciera calor, saliera el sol y fuera verano. Así que me puse las chanclas.
Empecé despacio. Un par de veces, después del trabajo, fui al súper de la vuelta de la esquina en chanclas; unas “hawaianas” azules, compradas en Río, ¡por supuesto! Lo hice riéndome de mi mismo, convencido de que mi sonrisa dejaba traslucir la transgresión que me estaba permitiendo. Después, las usé para ir al gimnasio, en bici, durante el fin de semana. Entonces, se me ocurrió que las gente lleva chanclas en la ciudad -y bañadores y camisetas de tirantes- por puro voluntarismo y como un ritual pagano: en lugares de veranos ambiguos y esquivos, como un rito de invocación al sol y el calor; en lugares de veranos omnipotentes y con vocación de permanencia, como una protesta por el aire que no corre, por las tormentas que no descargan. En todos, además, se hace por escapismo: si me visto de playa, estoy en la playa.
A finales de junio, cuando en Londres disfrutamos de una “ola de calor” (5 días seguidos de 30º y cielos despejados), que fue en lo que de verdad consistió el verano, decidí que las “hawaianas” no eran suficientes, que no sujetan ni el arco, ni el talón, y que te expones a cortarte un dedo en cualquier momento. Me compré otras, más urbanas, según mi concepción: más gruesas y menos duras, con cierta sujeción del arco. No he parado de ponérmelas, sobre todo las dos semanas que he pasado de vacaciones en las Baleares.
Me he convertido -tendría que hacer la lista de las conversiones de mi vida; los nombres son un sino: yo no hago más que caerme del caballo. Las chanclas en la ciudad son estupendas. Total, diría mi amiga Breckenridge. No son elegantes y son la parte esencial -eso lo sigo pensando- del uniforme veraniego de la informalidad que no me gusta, pero éste es el presente. Terminamos saliendo a la calle más desnudos que cuando estamos en casa, y muy poca gente se ve bien a medio vestir, y la mayoría va hecha un adefesio, pero lo hace -hacemos-, democrática e igualitariamente.
2 comentarios:
Desde aquí se celebra tu vuelta (ya te vale, todos esperando ansiosamente tus comentarios en "los peores vídeos de todos los tiempos" y tú minding tu own business. Bien hecho), y se alaba tu post, tan bien escrito e hilado como de costumbre. Pero no se comparte el chanclismo. No soy tan radical como tú en tu "antes", pero no me gustan. Me gustan los pies, sin fetichismo, pero me gustan, así que cuando veo unos pies -masculinos, of course- en chanclas, y en Málaga son 11 de cada 10, te puedes imaginar, me debato entre el placer de mirar el pie y el desagrado de la chancla o sandalia....
Un sinvivir, vaya.
¿Qué te pasó en las pantorrillas?
Besos.
Gracias, eres un sol.
Sí, ya me valía. He estado vaguísimo, pero te (os) he leído.
Deberías probrarlas. No hay manera de vencerlos.
Se me inflamó el tejido que recubre el músculo de la pantorrilla izquierda. En inglés lo llaman "spleen shin" o algo así. Ya estoy recuperado, pero no he vuelto a correr tanto como antes. No, no es por la edad, decir eso sería un gol en propia puerta.
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