Amelia se levantó temprano. Quería adelantarse a sus hermanas en el baño. Los dos días anteriores, habían tardado tanto en arreglarse, que la hicieron llegar tarde. A propósito, pensaba Amelia. La competencia entre las tres era feroz y sin descanso. Competían por los cuidados de su madre; competían, incluso con ella, por la atención de su padre; competían por ser la más linda, la mejor vestida; competían para que las sacaran a bailar el más buenmozo. Era agotador, pero, al mismo tiempo, era lo que las mantenía unidas. Eran unos lazos tal vez extraños, pero fuertes como el amor y capaces de mantenerlas firmemente unidas. No se odiaban, al menos no todo el tiempo, al menos no de manera profunda. Navegaban entre el amor y el odio. Eran capaces de herirse, de jugarse malas pasadas. Derrotas y victorias, que momentáneamente establecían una jerarquía entre ellas. Nunca por mucho tiempo, en cualquier momento, la vencida tendría su oportunidad para voltear la situación. Sus padres, José y Clelia, seguían viendo a sus hijas como niñas. Les parecía que sus luchas constantes eran la prolongación de sus juegos y peleas de chicas. No dejaba de ser cierto, las tres competían desde pequeñas.
Las tres eran guapas y habían conseguido buenos trabajos: Amelia era maestra; Olga, secretaria de un abogado, Elvira trabajaba en ENTEL, la compañía de teléfonos. Seguían las tres solteras, aunque no les faltaban pretendientes. Ya tenían edad de estar casadas, pero a Clelia, que veía a los hombres voltearse en la calle para verlas mejor, le gustaba que siguieran un poco más en casa. Las tres juntas, algún domingo en que se acompañaban al baile, eran capaces de parar los trolebuses. Elvira era la de rasgos más finos, a Clelia le recordaba a una de sus tías, que se había casado con un primo lejano rico y regresado con él a Piamonte. Olga tenía unas piernas largas, que terminaban en unas caderas anchas, muy del gusto de los hombres; para hacerla rabiar sus hermanas la llamaban Pototín, que ella terminó abreviando en Pin. A Amelia, la llamaban Tatona y nunca peleó demasiado su apodo; en el fondo le gustaba, estaba orgullosa de sus pechos.
Ese día de finales de septiembre, ya era del todo primavera, aunque la mañana era fresca. Amelia se puso un vestido ligero, ceñido a la cintura, que completó con un cardigan oscuro. Una vez en la escuela, se pondría por encima el guardapolvo. Estaba orgullosa, en eso se parecían mucho las tres, de su trabajo y de llevar un sueldo a casa, Su madre trabajaba todo el día en la casa, su hermano, el más pequeño de la familia, seguía sus estudios de contador a trancas y barrancas. Su padre trabajaba en un taller mecánico, cerca de casa, pero era más conocido a la vuelta de la esquina, en el "Bar Los Valientes".
Unos días antes a esa mañana de septiembre, en la reunión del sindicato de maestros, Amelia había conseguido que finalmente Valentín le propusiera tomar un café. Él había sido profesor suyo en la Escuela de Magisterio y a Amelia siempre le había gustado. No era el más guapo, pero sí muy inteligente, con aspecto de estar siempre abstraído en sus pensamientos. Le hacía gracia, además, que mantuviera ese acento español tan claro, aunque llevase ya 20 años en Buenos Aires. Ella estaba muy orgullosa de ser argentina, casi tanto como de ser porteña. Ese año, 1928, la Argentina seguía siendo uno de los países más ricos del mundo, moderno, avanzado, lleno de oportunidades y capaz de dar de comer a toda Europa.
Meses antes, al poco de haber comenzado ese curso, una compañera la había arrastrado a una reunión del sindicato. No sabía que Valentín fuera a estar allí. Cuando lo escuchó hablar en la reunión, le descubrió una pasión que no esperaba. Ese día, se dio cuenta de que le gustaba, que algo quedaba de ese enamoramiento adolescente de cuando fue su profesor en la Escuela de Magisterio, en el que se encerraba la posibilidad de un sentimiento profundo, más verdadero. Ese mismo primer día, se inscribió en el sindicato y empezó a asistir a todas las reuniones, para verlo a él, para que él se fijara en ella. Lo saludaba y trataba como a los demás, pero siempre alababa algo que hubiera dicho. Alguna vez, le pidió que le explicara alguna cosa que fingía no haber entendido. Un par de veces le llevó la contraria, sólo para que el volviera a encenderse con esa pasión que tanto le había sorprendido.
Él estaba ensimismado y preocupado por su trabajo y la lucha de los maestros, pero terminó proponiéndole un café, después de una de las reuniones. Ella no podía aceptarlo, pero fue capaz de transformar esa invitación en un "vení a buscarme el jueves que viene a la salida de la escuela". No era lo más apropiado, pero tampoco quería que lo vieran aún en casa.
Por eso se levantó temprano esa mañana, no quería llegar tarde y quería tener tiempo para arreglarse. Al final del día, cuando sus alumnos ya habían salido, se sacó el guardapolvo, se arregló frente al espejo del baño de profesores y se dirigió hacia la puerta del edificio. Caminaba despacio, al lado de una compañera que no paraba de hablar y a la que no era capaz de seguirle la conversación, estaba nerviosa y expectante. Cuando, en la entrada, vio a Valentín, perceptiblemente mejor vestido que de costumbre y unas flores en la mano, supo que lo tenía en el bolsillo. Pensó por un instante que, con tiempo y un poco de habilidad, hasta podría conseguir que le pidiera que se casaran. Sería la primera, se casaría antes que sus hermanas.
Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.
5 comentarios:
Que nervios, como sigue? Yo creo que nos e casa la primera, que algun de las malas le arrebata el puesto. Cuanto sindicato... que argentino todo, me encanta.
No tenía ni idea de cómo empezaron a salir los Abuelos, y aunque supongo ésta es la versión de la Abuela, con tu aportación para "novelarla" ha quedado una historia preciosa
Y a me encanta pensar en esa Argentina que no conocí y no volverá...
No es tanto "¿cómo sigue?", ardilla, sino "cuándo". Es decir, cuándo vuelvo a encontrar el momento.
L: Ni idea de cómo se conocieron los abuelos. Esto está inventado. Esa es la gracias.
O sea, que es real, pero novelado. Me encanta.
Publicar un comentario