El primer verano que pasamos en España, el del 80, vino a visitarnos mi abuela paterna durante 2 meses. No tengo muchos recuerdos concretos de ese verano, aunque sé que hice un viaje organizado con ella por Andalucía y que toda la familiar (mis dos hermanas, nuestra abuela, nuestros padres y yo) veraneamos en Vigo. Lo que sí recuerdo bien fue la parada que hicimos en el Valle de los Caídos a la vuelta de una excursión desde Madrid a El Escorial.
Mi abuela insistió mucho en ir. Mi padre cedió a su insistencia, aunque la visita a un símbolo fascista no le hacía ninguna gracia. Mi madre medió entre ellos, poniéndose de parte de su suegra, con la que siempre se llevó de maravilla, considerando más importante satisfacer los deseos de mi abuela, que atender a las objeciones de mi padre.
Las razones de mi padre era claras. Unos quince años antes, cuando repartía su tiempo entre la Facultad de Medicina y el contrabajo en los cabarets del Bajo, había militado en el Partido Comunista argentino. Felizmente, dicho sea de paso, antes de acabar la carrera lo expulsaron del Partido por heterodoxo y, poco después, un compañero de clase, que era en realidad un infiltrado de los servicios de inteligencia, destruyó su ficha de subversivo, con lo que, seguramente, le salvó la vida diez años después, en las primeras oleadas de desapariciones, tras el golpe del 76.
Además, mi padre tenía razones sentimentales para no querer ir al Valle de los Caídos. Su padre, que dejó España en 1908, con 14 años, escapando de la conscripción para la guerra en África, vivió con desesperación la Guerra Civil y la derrota de la República. En abril del 39, guardó en un cajón su pasaporte español, junto con sus ganas de volver a España, y prometió que no volvería hasta que volviera la República. Mientras tanto, aceptó que no tenía otra patria que la Argentina. Mi abuelo murió en 1974 y nunca volvió a Oviedo.
Curiosamente, mi abuela quería ir al Valle de los Caídos, precisamente, por la memoria de su marido.
Mi padre se quedó en la puerta de la Basílica; creo que mis hermanas y mi madre entraron. Yo entré con mi abuela. Sólo he estado allí esa vez y mis recuerdos no son claros. Creo recordar el contraste de luz y temperatura al entrar y dejar tras la puerta una tarde radiante y calurosa de julio en Madrid. También recuerdo el tamaño del espacio y, según nos contó alguien, esa parte sin consagrar y separada del resto por una valla metálica, que hace que la Basílica no sea más grande que San Pedro del Vaticano.
Pero lo que de verdad recuerdo es que mi abuela dejó para el final de la lápida de Franco. Nos acercamos, me hizo leer la inscripción. Cuando terminé, y sin previo aviso, levantó el pié derecho sobre el cordón de protección, y pisó la lápida, diciendo "Ahora te piso yo". Tras lo que se giró hacia mi y me dijo: "Tu abuelo no volvió nunca a España porque se murió antes que Franco, por eso lo piso ya ahora, en su nombre".
Entendí a medias lo que me estaba diciendo. En esa época, aún aprendiendo a vivir en España, no tenía una imagen clara de Franco y no sabía casi nada de la historia de mi abuelo, además me costaba casar lo que me decía mi abuela con el hecho de que mis otros abuelos viajaban regularmente a España, desde mediados de los 50.
Pero recuerdo con muchísima claridad su zapato derecho, negro y de medio tacón, sobre la lápida de Franco. Fue uno de los primeros momentos en los que fui consciente de que la realidad tenía pliegues, en los que se esconden otras realidades, y que solamente conocía una parte pequeña de la historia de mi familia. Además, empecé entonces a intuir que cuando mi padre hablaba de la Revolución de Octubre, la II República y la Guerra Civil, de Hipólito Yirigoyen, Perón y de la dictadura en la Argentina no me estaba dando una lección de historia, como yo pensaba, sino que me estaba hablando de si mismo y de mi.
Mi abuela insistió mucho en ir. Mi padre cedió a su insistencia, aunque la visita a un símbolo fascista no le hacía ninguna gracia. Mi madre medió entre ellos, poniéndose de parte de su suegra, con la que siempre se llevó de maravilla, considerando más importante satisfacer los deseos de mi abuela, que atender a las objeciones de mi padre.
Las razones de mi padre era claras. Unos quince años antes, cuando repartía su tiempo entre la Facultad de Medicina y el contrabajo en los cabarets del Bajo, había militado en el Partido Comunista argentino. Felizmente, dicho sea de paso, antes de acabar la carrera lo expulsaron del Partido por heterodoxo y, poco después, un compañero de clase, que era en realidad un infiltrado de los servicios de inteligencia, destruyó su ficha de subversivo, con lo que, seguramente, le salvó la vida diez años después, en las primeras oleadas de desapariciones, tras el golpe del 76.
Además, mi padre tenía razones sentimentales para no querer ir al Valle de los Caídos. Su padre, que dejó España en 1908, con 14 años, escapando de la conscripción para la guerra en África, vivió con desesperación la Guerra Civil y la derrota de la República. En abril del 39, guardó en un cajón su pasaporte español, junto con sus ganas de volver a España, y prometió que no volvería hasta que volviera la República. Mientras tanto, aceptó que no tenía otra patria que la Argentina. Mi abuelo murió en 1974 y nunca volvió a Oviedo.
Curiosamente, mi abuela quería ir al Valle de los Caídos, precisamente, por la memoria de su marido.
Mi padre se quedó en la puerta de la Basílica; creo que mis hermanas y mi madre entraron. Yo entré con mi abuela. Sólo he estado allí esa vez y mis recuerdos no son claros. Creo recordar el contraste de luz y temperatura al entrar y dejar tras la puerta una tarde radiante y calurosa de julio en Madrid. También recuerdo el tamaño del espacio y, según nos contó alguien, esa parte sin consagrar y separada del resto por una valla metálica, que hace que la Basílica no sea más grande que San Pedro del Vaticano.
Pero lo que de verdad recuerdo es que mi abuela dejó para el final de la lápida de Franco. Nos acercamos, me hizo leer la inscripción. Cuando terminé, y sin previo aviso, levantó el pié derecho sobre el cordón de protección, y pisó la lápida, diciendo "Ahora te piso yo". Tras lo que se giró hacia mi y me dijo: "Tu abuelo no volvió nunca a España porque se murió antes que Franco, por eso lo piso ya ahora, en su nombre".
Entendí a medias lo que me estaba diciendo. En esa época, aún aprendiendo a vivir en España, no tenía una imagen clara de Franco y no sabía casi nada de la historia de mi abuelo, además me costaba casar lo que me decía mi abuela con el hecho de que mis otros abuelos viajaban regularmente a España, desde mediados de los 50.
Pero recuerdo con muchísima claridad su zapato derecho, negro y de medio tacón, sobre la lápida de Franco. Fue uno de los primeros momentos en los que fui consciente de que la realidad tenía pliegues, en los que se esconden otras realidades, y que solamente conocía una parte pequeña de la historia de mi familia. Además, empecé entonces a intuir que cuando mi padre hablaba de la Revolución de Octubre, la II República y la Guerra Civil, de Hipólito Yirigoyen, Perón y de la dictadura en la Argentina no me estaba dando una lección de historia, como yo pensaba, sino que me estaba hablando de si mismo y de mi.