Antes, di una vuelta por Luganville. Me aventuré por las calles laterales. Me tomé medio vaso de kava, que no es un espumoso vallekano, sino la bebida tradicional de los hombres en el Pacífico Sur. Es el resultado de mezclar las raíces secas y molidas de un arbusto con agua, de color blanco y muy amarga (tanto que, tras cada trago, se acostumbra a aclararse la boca con un buche de agua, que se escupe). No tiene alcohol, pero coloca: adormece la boca y la garganta, me dio un cosquilleo agradable en la nariz, y me hizo sentir más relajado -aunque bien pudiera que eso fuera simplemente el cansancio.
Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.
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