Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


viernes, 14 de junio de 2013

Sorprenderse

Esta entrada es larga. Cubre mis tres días en Apía, la capital de Sámoa (asihabría  que escribir sus nombres para refeljar como lo pronuncian los locales). Así que esta es una entrada larga: no hace falta leerla de una tacada.

Llegué ayer (martes 11 de junio) por la noche. En el camino del aeropuerto a la casa de huéspedes en la que me quedo, me llamaron la atención el grandísimo número de iglesias de todas las sectas cristianas imaginables, y que casi todas las casas parecían tener un gran salón abierto añejo, a veces un grandísimo porche, donde algunos habían instalados sus camas con mosquitera. Hoy, he visto más iglesias (y un templo bahai) y salones abiertos y escuelas que siguen ese mismo modelo: es la rendición moderna del Fale samoano tradicional.
Ha sido un buen día. Mejor dicho, termino el día de buen humor. Estoy tomando algo en el pequeño puerto deportivo de Apia, mientras el sol se pone en el Pacífico y las nubes, que cubren parte del cielo, han pasado del blanco al dorado y, ahora, son rojo encarnado. 
Hoy he hecho dos caminatas. Una programada, que me ha desilusionado un poco, y otra inesperada que me ha puesto de buen humor. 
Después de desayunar con la familia de la casa (los niños se preparaban para ir al colegio) y los otros dos huéspedes (un alemán callado y un japonés que habla por los codos, aunque casi no se le entiende), mi guía me llevó a la primera caminata. Es un tío mayor que yo, no especialmente simpático. Diría que algo aburrido de su trabajo. Caminamos casi 4 kilómetros por un camino de tierra, a través de lo que antes fue bosque tropical y, ahora, está cubierta por una enredadera introducida durante la II Guerra Mundial para camuflar el material militar, y que cubre lentamente el bosque, lo asfixia. Ya la había visto en Santo.
La parte buena de la caminata fue llegar, después de atravesar un bosque de pandanos, a los acantilados de lava de la costa sur de la isla de Upolu, contra los que se estrellaban olas de 3 metros. 
Luego, en el camino de vuelta, mi guía me propuso parar en la casa museo de R. L. Stevenson, que murió aquí, y caminar hasta su tumba. Lo hice solo (creo que lo he cansado). Hay dos caminos: uno corto y difícil, otro largo y menos difícil. Decidí subir por el corto y bajar por el largo. El corto, después de un desplazamiento de tierra en diciembre pasado, desaparece a medio camino. Eso no me amedrentó. Demostrando mi pundonor masculino. Usando también las manos, trepé hasta lo alto de la colina. Llegué contento y empapado en sudor (hace calor, está húmedo) a la tumba, que no es nada del otro mundo. Lo que vale la pena son las vistas de la ciudad y su bahía. 
El museo es una preciosa casa colonial, que vale una visita.
Después de una ducha, me fui a dar un paseo por Apia, que aprovecharé para cenar algo antes de volver a la casa.
Esto no me recuerda nada de nada a Haití.
No llego a entenderlo aún, pero hay un cierto rigor, adustez y empeño en la actitud de los locales, sobre todo de los adultos. Los niños y jóvenes parecen más relajados y sonríen más. Como en Vanuatu, como en tantas partes, la gente cambia su serio ceño por una sonrisa al saludar. Pero saludan menos que en Port-Vila. 

El segundo día tiene anécdota: la moto de motocross en la que Eddie, mi guía, me vino a buscar por la mañana, nos dejó tirados en el camino de vuelta, después de que subiéramos a una colina a ver unas vistas preciosas del sur y del norte de la isla. Me hizo subir la colina a pie, porque el terreno era demasiado complicado para la moto (él subió en ella). Evidentemente, buscaba cansarme. Sin embargo, nada más comenzar el camino de vuelta se soltó la correa (en parte, mejor, porque insistía en apagar el motor en las cuestas abajo). Tuvimos que andar una media hora larga antes de que alguien parara y nos trajera a Apia en su camioneta. 
La caminata ha estado bien. Mejor el camino: cientos de mariposas blancas minúsculas revoloteando en un bosque espeso, y sin rastro de la enredadera asesina, una zona hermosa de helechos gigantes. El Lago Lenoto'o, meta del camino, es el cráter de un volcán extinto. Su fama se debe a sus peces de colores. Sin embargo, tanto han pescado para acuarios a los pececillos rojos, que ahora domina una variante gris. También a algún listo se le ocurrió soltar una tilapias.
El resto del día lo he pasado en Apia. He ido al muy pequeño Museo de Samoa: algo he aprendido de los tatuajes, los tejidos t los trajes tradicionales (usado mayoritariamente aún, sobre todo la masculina "falda tubo" por debajo de la rodilla -todos mis pantalones cortos y bañadores son por encima de la rodilla). También algo he podido ver de la fuerza de la colonización alemana (¿será por eso la seriedad de los adultos?) y la cristianización del país (¿vendrá de aquí su adustez y empeño?).
Mañana, hago la última caminata: la más larga y, se supone, bonita. Veremos. 
Esta mañana, he charlado con el hijo mayor de la familia (lo mejor de mi estancia en esa casa son los niños). Mientras se arreglaba para ir al colegio "haciendo footing", frente al espejo, peinándose con gel, me contó que quiere ser actor "en América", pero que se pliega a los deseos de su padre y estudiará para conseguir una beca para hacer Derecho en Australia o Nueva Zelanda. Sin abandonar sus planes de probar suerte en Hollywood. 
Estoy de mejor humor. Me he relajado. Será que la Polinesia Meridional me está haciendo efecto. Espero la cena, bebiendo una cerveza local y escuchando la música en directo del bar de al lado. Hace calor y está húmedo. Me encanta. Voy a cenar una pizza y luego me tomaré otra cerveza en el bar de al lado -si siguen cantando: su selección musical parece sacada de mi iTunes.
Legué, pedí una Vailima y me senté frente al grupo (cantante, batería y ordenador). El siguiente tema fue un "Boy from Ipanema" entre Stan Getz y Ella Fiztgerald con un staccato maravilloso. Al rato, las dos lesbianas neozelandesas, amigas de la cantante, y la fa'afafine, su hermana, que eran el único otro público (el resto de la gente, todos hombres, estaban más ocupados jugando al billar, fumando, bebiendo y hablando), me invitaron a su mesa. Establecí en dos mi límite de cervezas (Eddie prepara destrozarme mañana, estoy seguro) y me fui después de una versión maravillosa de "Feel Like Making Love".

El tercer día tenía que ser el más movido. Hoy, les eché la bronca al guía y al dueño de casa. A las 9 de la mañana, después de casi una hora, seguían discutiendo cómo íbamos a hacer la caminata. Me planté, les dije que no estaba contento, que era una tomadura de pelo que no lo tuviesen organizado y que no me estaban haciendo ningún favor, que les había pagado. Puede que fuera algo duro, pero el resultado fue que en 1 minuto se pusieron de acuerdo y, en 5, estábamos de camino. 
No sé si hicimos la que habíamos acordado, porque fue bastante más corta de lo que dijeron que iba a ser (4 horas en vez de 6). Fuimos por la costa este, hasta una bahía profunda como una ría. De verdad hermoso. Valió la pena el sofoco mañanero. Justo al final, al subirnos de vuelta al coche, se puso a llover torrencialmente. Me encantó. Hacía tiempo que no veía llover así. El camino de vuelta se hizo largo porque en vez de volver directamente, dimos un rodeo por el mercado, que tenían que comprar algo. Lo peor es que no me avisaron. Estoy hasta los huevos de ellos y feliz de irme mañana.
Me voy a la playa, a la isla de Manono. Me espero algo muy simple al borde del mar. Es una isla pequeña: en una hora se la puede circunvalar a pie. Ahí no tendré ningún acceso a internet. Imagino que estaré totalmente desconectado hasta el 19, una vez en Fiji.

Una amiga, al comienzo del viaje, me dijo que hiciera cosas que no pensaba, hacer imprevistas, improvisadas, que me sorprendiera a mi mismo. Hay mucho de eso en este viaje, sobre todo en estos días. Qué consejo tan acertado me dio.  

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