El bus hizo una parada en un bar de carretera. Los bares de carretera se parecen todos, por muy distantes que estén, y a pesar de la idiosincrasia local. Son únicos y el mismo. Lugares de paso, metáfora de la vida.
En este, a unos kilómetros de Newcastle, en el camino que hice de Sidney al campamento de surf, me llamó la atención que los graffitis del baño llenaban las paredes de discusiones políticas, insultos al gobierno laborista, desprecio a los inmigrantes y faltas de ortografía. Eché de menos, debo confesar, los dibujos obscenos y las notas solitarias ofreciendo sexo, que antes solían ser tan comunes, hasta que, imagino, la tecnología ofreciera mejores paredes donde dibujarlos y colgarlas.
Dejé Sidney el lunes por la mañana, después de una semana. Sigo sin decidir qué pienso de Sidney. Es magnífica, sin duda, y tiene todo como para haberme conquistado. Sin embargo, como alguna otra ciudad que conozco, e incluso quiero, es de esas que se esconde, que exige perseverancia y tiempo. El centro, a falta de las callejas de Melbourne, es estéril, inhóspito para quien se aventure sin la intención pasajera de hacer dinero o gastarlo. Hasta la zona de Las Rocas, a la sombra del Puente y frente a la Ópera, no deja de ser una manera de vestir de pintoresco una zona comercial y de oficinas.
Sólo cuando he dejado el centro, siguiendo el consejo de mis amigos, y paseado por Surry Hills, Darlinghurst y Paddington, me he encontrado con zonas urbanas vivas. Es decir, en las que viviría.
La segunda parte de mi semana en Sidney, después de las Montañas Azules, fue una sucesión de placeres urbanos: caminar sin rumbo, tomar un café viendo las idas y venidas de la gente en la calle, ir a la piscina y a la playa, también a distraerse viendo las idas y venidas de la gente, salir por la noche, incluso hasta muy tarde, para volver a casa de día, y dejarme llevar por los planes de mis amigos.
Tal vez no soy del todo justo, y Sidney no se esconde. Tal vez, son mis ojos. Llevo casi un mes de viaje y, como le he escrito a un bien amigo, no es posible estar todo el rato maravillado y contento de realizar un sueño. Este viaje, en la forma que sea, lo llevo muchos años imaginando y, como acertadamente me ha contestado ese amigo, citando a Iván Zulueta, una de las realidades de la vida es que todo decepciona, nada es tan bueno como uno pensaba que iba a ser: el amor, el sexo, los viajes.
Este viaje está siendo todo lo que esperaba, pero la realidad se despliega según sus caprichos y no los nuestros.
El campamento de surf es exactamente eso: un campamento para hacer surf, al borde de una playa maravillosa, con las incomodidades de un campamento, lleno de gente mucho más joven de lo que me esperaba. Si soy sincero, pasado el primer susto, no está nada mal: me fuerza a dejarme llevar; el surf se trata de eso.
Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.
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