Hace unas horas que llegué a Hong Kong y ya sé que me gusta mucho. No he visto nada o, mejor dicho, he visto la ciudad en el camino de la estación de tren al hotel y del hotel a una lavandería. Sin embargo, fue salir de la estación y sentir que es una ciudad fantástica.
Puede que sea el resultado de pasar de los 35º humedísimos grados de Manila a los casi frescos 24º de Hong Kong, combinado con un tamaño claramente más manejable, una ciudad en la que se camina, y vital sin agobios.
Los espacios públicos no están menos degradados que en Manila (mal de mucha parte de este mundo en el que se vilipendia lo público de plano y sin tener que dar razones), y no está más limpia. Aún así, me siento más cómodo.
Manila fue, al llegar, como un golpe en la cabeza, y tardé casi un día en sentirme menos desorientado. Evidentemente, acusé el hecho de llegar del provincianismo capitalino del pueblo grande que es Koror, junto con pasar de un trópico facilón y reconocible, aunque fuera por sus superficies de bates de béisbol y bares de sushi a una gran, gran ciudad asiática, en la que todo aquel que puede ser refugia en centros comerciales y otros espacios cerrados y privados.
Hice turismo, el sábado por la mañana, y me decepcionó. Mi culpa: esperaba una ciudad colonial española, pero poco queda de eso en "Intramuros". Me esperaba algo entre San Juan y Santo Domingo, y me topé con algo desaborido y descolorido (sólo encontré recuerdos coloniales españoles en la comida, y en el arte religioso).
Luego, busqué llegar a la Bahía, con la idea romántica en el corazón (mal lugar donde guardar ideas) de conectar en cierta forma con mi bisabuelo marino mercante, que iba y venía de La Habana a Manila hace un siglo. Me costó bastante llegar y no me encontré, como pensaba, con digamos, Barra de Salvador o Recife. No conecté con ni nada, ni con nadie.
Fue ahí cuando deseché la idea de que Manila sería una versión oriental del Caribe español y acepté que no me quedaba otra cosa que hacer lo que veía: los locales -que pueden- no caminan más que la impepinable distancia entre el coche y la puerta de entrada (del edifico que sea). Así que, volví sobre mis pasos y entré en el Hotel Manila, que es impresionate y, ahí sí, colonial (del XIX, aunque es de 1912). Me tomé un café y, en taxi, volví a mi hotel en Makati, el barrio (ciudad) considerado elegante (ponen como prueba que el gran número de embajadas que están ahí -innatamente elegantes, según creen quienes no las han visto por dentro).
El resto de mi parada en Manila fue más amable. Me sacaron a cenar y tomar algo (mucho guiri cincuentón con locales de edad indefinida), me hicieron un piropo extraño ("envejeces bien, para un caucásico"), que tomé de la mejor manera posible, y poco más (la decencia me puede).
Ahora, Hong Kong hasta el martes.
Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.
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