Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


lunes, 23 de diciembre de 2013

Impar

Es el fin de 2013. Los años impares, según creo yo sin fundamento, se me dan mejor que los pares. 2013, especialmente, como 1969, 1979, 1997 o 2003. Como los 3 primeros, trajo un nuevo comienzo y, con el último, marca las fronteras de una época precisa y única en mi vida. En pocos se han producido tantos cambios y hecho tanto: me he mudado de país y ciudad, dejando atrás la que pensaba que iba a ser mi vida el resto de mi vida y empezado otra distinta, que me está gustando mucho y se me presenta como la recuperación de la que es, de verdad, mía. He visitado 10 países que no conocía, durante un viaje que ahora me parece casi imposible que haya hecho, y una coda. He vuelto al trabajo, después de 2 años, y redescubierto lo mucho que me gusta mi profesión. He vuelto a Madrid, que es una de mis ciudades favoritas, y posiblemente la que más quiero.

Paso estos días en familia. Con la parte de mi familia que vive en España, salvo mi hijo. Con mis tres sobrinos, que, para mi, son los tres niños más maravillosos del mundo. El resto de mi familia está en la Argentina, salvo mi hermano, que está en algún lugar de Bolivia, haciendo un viaje distinto e igual al mío por el Pacífico.

Echo de menos el blog. Echo de menos escribir. Pero estoy viviendo tanto, que no encuentro el hueco. Posiblemente, me estoy aún reacomodando. Tengo aún cajas que abrir en casa y sigo ordenando para, como canta el poeta, me vuelve a caber el corazón.

Sin embargo, como ya estamos en invierno, no cierro con el poeta, sino con esta canción de invierno navideño que me gusta tanto: http://www.youtube.com/watch?v=ltQ5W8imQ2g. 

miércoles, 17 de julio de 2013

Madrid

La primera canción que escuché al llegar fue "Perlas Ensangrentadas", justo al salir de la terminal y oler a Madrid en verano.
En el tren a Atocha, viajaba la hermana pequeña de Bibi Andersen. Tienen la misma voz.
En la plaza del Reina Sofía, el olor del verano se mezclaba con el de fritanga. Me paré a desayunar unos churros.
Estoy en Madrid. He llegado. 

miércoles, 10 de julio de 2013

Gaviota

Uno piensa que va a encontrar algo. No sólo viaja para ver o hacer, sino con la expectativa de ver o hacer algo extraordinario; de encontrar una respuesta a alguna de las preguntas que, más que hacernos, intuimos. Tal vez, mirando al horizonte, el vuelo de una gaviota nos dé una respuesta.
Es un espejismo, una engañifa de nuestro cerebro, de nosotros mismos. Es una expresión de nuestra dificultad para asumir de manera íntima y relajada nuestra limitación. Porque esa respuesta, lo es a una pregunta trascendente, claro está. Se trata de darle sentido a la vida y de explicarla.

Llegué a la Isla de Pascua en la mañana de hoy, martes. He dedicado el día a instalarme, dar un largo paseo, mirar a los surfistas del puerto y visitar el museo. 
Me quedo en una pensión.  El dueño es una "gorda líder", lo que tiene sus ventajas, con algo de mano izquierda. Mañana, con otros dos huéspedes (un tasmano de 60 años y un suizo feúcho), nos lleva de excursión en su coche. Pagando, claro, pero más cómodo y personal y menos turístico, al menos en su aspecto, que ir en un grupo organizado. El tío es de aquí y se nota que disfruta hablando de Rapa Nui y diciéndote qué hacer y cómo; sobre todo cómo: si lo dejas, te organiza la vida.
Mi primer impresión está llena de expectativa. En mi paseo, he visto algún Ahu (plataforma ceremonial) y Moai (las famosas estatuas), pero nada que impresione.
Me han impresionado más las olas en la Caleta que hace de puerto. He visto una tienda de surf donde parece que alquilan tablas; el agua no parece estar fría, aunque he venido en pleno invierno.
Durante el día hemos tenido unos 22º y nubes y claros. Ahora, de noche, hace casi frío (llevo pantalones largos, calcetines y una jersey fino).
Estaré aquí 6 días enteros, lo que me tiene que dar a ver bien el parque arqueológico, hacer un par de caminatas y algo de surf. Puede que alguna inmersión, aunque creo que mucho no me apetece.
La Isla de Pascua es una de las esquinas del triángulo polinesio (Nueva Zelanda y Hawaii son los otros dos) y, por ahora, el elemento polinesio se me presenta muy diluido: tal vez porque no hay palmeras y no hace calor; tal vez porque hablo en castellano; tal vez porque la gente parece chilena; tal vez, porque es una frontera y un lugar extremadamente aislado (la tierra habitada más cercana es Pitcairn, a dos mil kilómetros; Chile está a más de cuatro mil, la Polinesia Francesa, algo más cerca). Por otro lado, puede que me esté equivocando de medio a medio y que el problema es que, tan preocupado por ver volar las gaviotas sobre la línea del horizonte, no veo los detalles que me rodean.

Gaviota, gavilán o paloma: http://www.youtube.com/watch?v=VsZZN_R9Lvo

domingo, 7 de julio de 2013

Ánimo

El mundo lo vemos de dentro a fuera. Desde nuestro estado de ánimo. A nosotros mismos, con o sin espejo, nos vemos del mismo modo.
"Objetivamente" significa fuera de si mismo y fuera de cualquiera. Dios nos ve objetivamente. Nadie, nada más.
Vuelvo a pensar esto, después de zamparme un "chucrut" alsaciano en una esquina de Papeete, con vistas a esta ciudad tan fea, que se está portando bien conmigo y me tiene de buen humor. No diría que me gusta, ni que la veo bonita, pero sí que la veo con cierta ternura: es de esas ciudades que no se quieren a si mismas, como diría Almudena Grandes, y no tiene la culpa de que en los 70 de volvieran locos compitiendo por construir el edificio más feo.
Pensé lo mismo, eso de mirar con los ojos del ánimo, también después de comer, el domingo que pasé en Huahine. Miraba la laguna de azules de una belleza que quita el aliento, pero no me encontraba animado y casi no la veía bonita. Me sentía extraño y fuera y aburrido, diría, con un galicismo propio, que "enmierdado", un poco harto de la isla. Al final de ese domingo, mientras salí a cenar, entraron en mi habitación y me robaron los francos d'outre-mère que tenía en efectivo. Ni mucho, ni poco. Lo peor o, mejor dicho, tan malo como que me desapareciera el dinero (tendría que haberlo guardado mejor, teniendo en cuenta que ese día la casa se llenó de gente) fue que los dueños de casa y los otros huéspedes no mostraron ningún tipo de preocupación o simpatía. Como si hubieran escuchado llover. Luego me fui, rellené la cartera de estos billetes de pinta tan antigua, y me dio igual. Digan lo que digan, a veces, la mejor opción es irse y dejar el pasado atrás: espiritual, temporal, físicamente.




sábado, 6 de julio de 2013

Inocente

El mal tiempo canceló mi vuelo del miércoles de Bora Bora a Moorea. Demasiado viento, según dijeron. 
Después de darle un par de vueltas a mis opciones, decidí renunciar a mi vista a Moorea (otra razón para volver) y pasar los siguientes 5 días en Papeete, en Tahití. Era el vigésimo tercer vuelo de este viaje y el primero que me ha dado problemas. No me quejo.
Así que aparecí en Papeete a las 8 de la tarde (noche cerrada) sin reserva de hotel, ni nada. Fui al pequeño hotel del centro donde tenía reserva a partir del viernes y tuve la suerte de que tenían habitaciones libres (es temporada alta, dicen, pero yo lo veo todo un poco vacío).
Esperando mi vuelo (el pequeño aeropuerto de Bora Bora era un pequeño caos), me puse a hablar con un chico muy mono. Un americano de Florida, rubio como la cerveza, que trabaja de contramaestre en el barco (45 metros de eslora) de un ricachón que se dedica a viajar por el mundo: 3 meses en la Polinesia Francesa; otros tantos en el Mediterráneo o el Caribe.
No está mal como trabajo. No está mal como plan. 
De los vestigios de mi activismo, yo asumo que todo el mundo es marica hasta que se pruebe lo contrario. Así que mi conversación no era inocente. Hablamos durante media hora: de surf y submarinismo, viajar, el trabajo, de España. 
Lamentablemente, Thomas sólo hacía escala en Papeete: volaba a Miami (vía Los Ángeles).
Después de pasar un día haciéndome a estar de nuevo en una ciudad (Papeete, caótica y fea, parece más grande y más sucia de lo que cabría esperar de menos de cien mil habitantes), he organizado algunas cosas: Voy al inicio del Heiva y las competiciones de danza y canto, voy a recorrer un poco la isla (Tahití grande y pequeña, unidas por un estrecho istmo) y voy a hacer surf. También saldré algo alguna noche, veremos qué me deparan. 

viernes, 5 de julio de 2013

Noches

He pasado dos días en Bora Bora. Diez días en la Polinesia Francesa, al final, no dan para tanto. 
Bora Bora es totalmente distinta a Huahine. Es decir, es igualmente hermosa, tal vez más, porque es más pequeña que las dos islas que forman Huahine (la circunvalación tiene 32 kilómetros) y su centro lo ocupan los restos del volcán que le dio origen: paredes verticales cubiertas de vegetación. La laguna es también impresionante, con varias islas sobre el arrecife, donde se apiñan los hoteles de lujo.
La casualidad, y la lógica del abastecimiento de guerra, hizo que está isla, junto con Fiji y, en menor medida, Samoa, fuera el primer destino turístico del Pacífico Sur, cuando se abrió al tráfico civil la pista de aterrizaje de la base norteamericana de la II Guerra Mundial. Pero, además, es un lugar hermoso, y me me extraña que los turistas sigan viniendo. No ha perdido ni su identidad y ni su belleza. 
El martes, circunvalé la isla en bicicleta, subí a una loma a ver las vistas y perdí un rato en la playa. El miércoles, un día ventoso y nublado, con algo de lluvia, seguí en mi tónica de mirar la vida pasar. 
Las noches, las dos noches que pasé en Bora, fueron estupendas: el lunes, vi un desfile de carrozas y, ayer, vi los ensayos de un grupo de baile. Hipnotizado. Algunas de las coreografías las vi dos veces. Sinceramente, no me es difícil entender que esos europeos del XVIII perdieran la cabeza, hechizados por los contoneos de caderas y movimientos de pies y manos; por esta gente tan guapa y amable y sonriente. Diría que estoy a punto de perderla también: la geografía de la Polinesia es fabulosa (hay infinitas combinaciones posibles, todas hermosas, del mar, la laguna, el arrecife, los volcanes extintos, la vegetación y la arena blanca), pero, más allá de eso, mucho más, es la gente lo que hace esta parte del mundo tan especial. Ayer se me ocurrió que el mantenimiento de las tradiciones y de su identidad, incluso en esta Polinesia tan francesa, nos permite ver aún un mundo distintos y anterior al nuestro, y que ahí residen su exotismo y la atracción. Anoche el discurso era más elaborado y parecía más profundo: sería el efecto hipnótico de las caderas, pies y manos. 

jueves, 4 de julio de 2013

Mirar


Si los viajes tiene vida propia, la lección es no emperrarse en seguir el plan original y dejarse llevar. Eso fue una de las cosas que hice mal en 'Upolu y de las que hice bien en Huahine.
El plan original era hacer senderismo durante el fin de semana: pero no era un buen fin de semana para hacerlo. El único guía de la isla, de las dos islas que forman Huahine, estaba ocupado con la actuación de uno de sus 5 hijos en la fiesta de inicio del Heiva, y del aniversario de la autonomía (29-06), y una barbacoa en casa. Así que, le alquilé un coche a una vecina, fui a la fiesta del Heiva y recorrí el perímetro de las islas, fui a la playa, visité los sitios arqueológicos (premoniciones de la Isla de Pascua).
Al final, se me hizo un poco largo. El domingo terminó siendo una repetición del sábado: me recordó a esos fines de semana en Puerto Príncipe en lo que no había nada que hacer y costaba tanto inventárse algo (no siempre, no todos; algunos). No conecté con los dueños de la pensión y su familia, ni tampoco con los otros huéspedes.
La primera impresión es que esto, la Polinesia Francesa, es tan francés como polinesio. Para muestra, este botón: El sábado, al final de la exhibición de baile que abrió el "Heiva", comí algo en las barracas cercanas. Las opciones eran la versión polinesia del ceviche (pescado crudo con leche de coco), steak frites, crêpes, sandwiches "jambon crudités" de media baguette, gaufres, chao mein con saucisson, churros aux chocolat y toneladas de azúcar en todas las formas posibles. 
Si lo comparo con Samoa o Tonga, me parece claro que los lazos con Francia tienen muchas ventajas materiales: hay luz eléctrica y agua corriente por todas partes, carreteras asfaltadas, gendarmes, hospitales, educación gratuita y republicana ("nos ancêtres, les celtes", como hace años escuché de boca de un martiniqués), baguettes tan buenas como las metropolitanas. Eso no quiere decir que la convivencia sea fácil o que no haya partidarios de la independencia, claro.

Llevo 90 días viajando y más de una cosa ha cambiado. Hoy, me he dado cuenta de que he bajado el ritmo, que no siento la necesidad de estar todo el rato haciendo cosas. Me tiro a la calle a la menor oportunidad (cada vez soy menos casero), pero luego me paso un largo rato en un café, o el muelle o la playa, y miro la vida pasar (no paro de escuchar a Fangoria). He dejado de hacer planes -tengo idea de lo que me gustaría hacer aquí y allí, pero son cosas tan sencillas como: Estar. Ver. Ir a la playa. Hacer surf. Salir. No hacer nada.

miércoles, 3 de julio de 2013

Auckland


Auckland me gustó mucho, aunque hizo un feo día de invierno. Aproveché para ver la colección de arte polinesio del Museo de Auckland. Me encantó. Fue estupendo poder relacionar los objetos con mis experiencias (he visto mujeres tejiendo con las hojas secas del pandanus esos tapetes o preparando a golpes las cortezas de árbol que se usan para hacer el papel de esos "tapas", o esos collares y esas esculturas).
Además, la colección pone en relación el arte y tradiciones maoríes con el resto y resalta su continuidad. Los polinesios en Nueva Zelanda expandieron y desarrollaron su cultura, en respuesta a unas islas sin cocoteros y geográficamente tan distintas. Respuesta y expansión y apogeo: tal y como se presenta, la cultura maorí, la complejidad de sus sociedades, parece la apoteosis de la cultura polinesia. 
Tanto me impresinó, que me tuve que sentar a tomar algo. Me sentí totalmente superado e incapaz de digerir todo lo que veía. Aproveché que en Auckland hay café de verdad. 
Poco más, salvo dejar aquí escrito lo contento que me ponía cruzarme con polinesios por la calle y lo contentísimo que me puse de camino a la puerta de embarque de mi vuelo a Pape'ete. Sigo sin poder explicarlo, explicármelo, simplemente sigo subyugado. Este no va a ser mi último viaje por los Mares del Sur. 

martes, 2 de julio de 2013

Planes

No debería empezar esta entrada antes de dejar Tonga. Es tentar a la suerte. Escribo esto el lunes por la mañana, en un ferry, y, desde que llegué, el sábado 22 por la noche, poco ha salido como previsto. Nada grave, aunque algunas cosas hayan salido para el carajo.
Por otro lado, nada tiene que ver la suerte en todo esto, es el propio viaje. Después de casi 3 meses viajando, me he dado cuenta de que los viajes tienen vida propia, responden a una lógica más allá de nuestro entendimiento y capacidad de control. De hecho, planeamos los viajes para mantenernos ocupados y porque nos da sensación de seguridad. Pero, no tenemos control sobre lo que va a pasar. 
En un viaje largo, cuando no puedes simplemente trasladar tu rutina geográficamente, hay tantas cosas que se desarrollan por si solas, los planes cambian tanto, que lo único posible es relajarse y dejarse llevar. Siempre es para mejor: el viaje sabe mejor que tú lo que conviene hacer y suceda.
En Tonga, que ha sido de lo mejor del viaje (continuo escribiendo una vez fuera del país, en Auckland), ha sido donde definitivamente he dejado de intentar controlar y organizar, y me he dejado llevar.
Además, se han terminado por disipar todas las dudas que desde el principio, incluso antes de empezar, tenía (¿no sería mejor dedicar este tiempo a instalarme ene Madrid, ver a mi familia y prepararme para el nuevo puesto; no sería mejor ahorrar lo que me va a costar; no es demasiado tiempo?). Ahora estoy convencido de lo estupendo que es este viaje, aunque, a toro pasado, haya cosas que haría de manera diferente. 

¿Qué fue mal en Tonga? ¿Qué no salió según mis planes?
Un par de horas después de llegar, me encontré con que nadie abría la puerta de la pensión en la que iba a quedarme. Terminé en otra, a la que me llevó quien me había llevado a la primera, pero en la que no podía quedarme la siguiente noche. Gracias eso, dormí el domingo en un pequeño hotel precioso, cuyo restaurante es uno de los únicos tres abiertos los domingos en Nuku'alofa (el apóstrofe marca la acentuación). Los domingos, por tradición y por ley, todo está cerradísimo (del desayuno a la cena, no comí otra cosa que unas galletas "crackers", "de agua", que había comprado por casualidad el sábado).
El domingo, salí a bucear. No por la mañana, como había organizado, sino por la tarde (eso me facilitó encontrar el hotel). Las inmersiones en el arrecife de Nuku'alofa no fueron nada del otro mundo, salvo porque tuve que cambiar una vez de BCD (la chaqueta) y dos de regulador. 
Al día siguiente, tenía pensado dedicar la mañana a ver la ciudad (dos calles, un palacio real, montones de iglesias) y mandar postales, porque el ferry a 'Eua salía al final de la mañana. Pero no, esa noche me llamó Tukía, la dueña del centro de buceo, para decirme que habían cambiado el horario y salíamos a las 8 de la mañana. Ella, y tres de sus cinco hijos y una amiga (una profesora de inglés canadiense en un colegio local), también venían aprovechando las vacaciones escolares.
Me quedé, y ellos también, en la pensión que tienen aneja al centro de buceo: cinco cabañas y un comedor general construidos por entero en cedro local por Wolfgang, el encargado, cocinero e instructor de buceo. Un alemán en la cincuentena, algo misántropo. Él mismo se compara con Robinson Crusoe y, después de rodar por medio mundo durante más de 20 años, dice que se queda en 'Eua. No sólo ha construido la pensión y el centro de buceo, sino que se las ha ingeniado para que haya agua caliente, construir un horno de leña, recoger y filtrar el agua de lluvia; y cultiva un huerto, y tiene panales de abejas y gallinas ponedoras (al lado de un pequeño aserradero).
Ese día, lunes, había previsto hacer una inmersión, pero el tiempo era malo y el mar estaba demasiado revuelto. En vez de eso, Tukía me invitó a acompañarlos a hacer una excursión al sur de la isla. 
El buceo vino el martes. Fui con Wolfgang a "La Catedral", una cueva submarina inmensa y preciosa. El agua es clarísima y la viabilidad supera los 40 metros. En la bóveda, de más de 20 metros de alto, hay tres agujeros que dejan entrar la luz y a través de los que se ven todos los azules posibles. Uno de ellos está justo debajo del rompiente de las olas, lo que permite verlas desde abajo: es como un cielo de tormenta, cambiando a toda velocidad constantemente. Por monentos, por el juego de la luz bajo el agua, las paredes de la cueva parecían un cielo nuboso congelado en un cubo de hielo, al iluminarse de un celeste límpido y luminoso. Además de todo eso -y del primer pez león que veo nadando, con todas sus "velas al viento"-, hay en la cueva un rincón de oscuridad absoluta, donde viven peces luminiscentes. Se entra a ciegas, porque la luz de las linternas los asusta; de hecho, entré cogido del brazo de Wolfgang. De rodillas en el fondo (se está a menos de 20 metros), ves las pequeñas luces moverse. Es mágico. 
Esa misma tarde, hice una excursión de un par de horas con Wolfgang a una playa a los pies de un acantilado. La excursión se transformó en un cursillo de supervivencia: aprendí a abrir (mal) un coco con el machete y me hizo ir delante en el camino de vuelta desde la playa a lo alto del acantilado, intentando no perder el sendero.
Me fui de 'Eua queriendo ver más. De hecho, me fui de Tonga con ese mismo sentimiento. Lo que he visto me ha gustado mucho y me he sentido muy a gusto. La gente es maravillosa. Su hospitalidad calurosa y pausada, capaz de desarmar a cualquiera. 
Termino de escribir esto en el avión que me lleva a Tahití desde Auckland, donde hice una conexión de 36 horas, y lo publico al poco de llegar a Bora Bora.


viernes, 28 de junio de 2013

28 de junio



Hoy, 28 de junio de 2013, a eso de las 5 de la tarde, después de 36 horas en Auckland, embarcaré en un avión rumbo a Papeete (Tahití), salvando 22 horas de diferencia horaria (que podrían no ser más de 2): Llegaré a Papeete a poco después de la medianoche del 28 de junio. Habré cruzado la línea arbitraria que separa los días, por la acumulación de las diferencias horarias, y pasaré de estar 10 horas por delante de la Hora Central de Verano Europea a estar 12 por detrás. Verdaderamente en las antípodas. 
Además, hoy es el aniversario (44º, como los años que cumplo en septiembre), de las revueltas de Stonewall, el punto de partida de lo que entonces se llamó el movimiento de liberación homosexual y hoy tiene muchos nombres y caras.
Me hace gracia y me gusta que sea hoy el día que vivo dos veces. Ha sido de casualidad, aunque no hubiera elegido otro, de haber tenido la oportunidad. 
¡Feliz San Orgullo LGTBIQ a todos!

lunes, 24 de junio de 2013

Descartes

Algunas vez, al abrir una lata de atún en Europa, me he preguntado qué pasaba con el resto del pescado, con lo que no es el lomo y la ventresca.
Imagino que hay partes que van para otras conservas o productos industriales, como relleno. 
Pero aún así seguro que sigue habiendo descartes, por lo que imaginaba que se usaban para hacer comida para gatos. 
En este viaje he descubierto que las partes menos nobles y comerciales, como la carne más oscura o con pequeñas espinas, al menos del atún del Índico y del Pacífico, también terminan enlatadas y se comercializan (en país de renta baja).
He abierto un par de latas de atún en Vanuatu, Fiji y Samoa, y me he encontrado con algo así como una líquido de diferente espesor, de color negro y fuerte olor (a atún), con alguna escama y pequeña espina. Mezclado directamente con una montaña de arroz, le da sabor y no ofende. Solo, es asqueroso. 
Creo que en Europa está prohibido triturar y hacer una pasta con los últimos últimos restos de una carcasa de ternera, cerdo, cordero y procesarla para hacerlos comestibles: "salchichas de cerdo, con auténtico 100%  cerdo", por ejemplo. Eso se me ocurrió el otro día, cuando me encontré una salchicha "de Francfort" en mi plato a la hora de cenar o cuando el bacon del desayuno me seguía repitiendo por la tarde.
Está claro que nada se deshecha (nada: ni el agua hirviendo en la que se lava a los cerdos justo después de matarlos) y todo encuentra una salida comercial y, digan lo que digan, las etiquetas engañan (me fascina leer entre las líneas de las etiquetas). 

Que quede claro, del mismo modo que me comí el "atún", hice de tripas corazón -hambriento, estaba- y me comí esa "salchicha". Sin embargo, no he vuelto a pedir bacon. 

domingo, 23 de junio de 2013

Fonda

Era casi imposible que, después de Manono, Fiji pudiera gustarme. 
He de reconocer que, por mi parte, he hecho muy poco esfuerzo para ello. En un viaje largo, como este, de vez en cuando es necesario tomarse unos días de descanso y colada. Eso es lo que he hecho en el resort de medio pelo, a las afueras de Nadi, que es la segunda ciudad del país y un lugar horroroso. Como sabemos bien en España, ser los pioneros del turismo masivo tiene sus desventajas y Nadi es una especie de Magaluz o San Antonio. Todo aquí gira en torno al turismo, a un turismo barato, y los locales muestran cierto cansancio y bastante agresividad comercial. El trato no es especialmente amable. 
Para que me gustara Fiji, tendría que haberme quedado en alguno de los hoteles y "resortes" lujosos y exclusivos, o haberme ido lejos de la isla principal. Lo primero ni me apetecía, ni puedo permitírmelo; para lo segundo, no tenía tiempo: sólo pasé en Fiji 4 noches. Las imprescindibles para hacer la conexión entre Samoa y Tonga (por increíble que parezca).
Como fui con pocas expectativas, lo poco bueno que hice sobresale: la colada, tomar el sol, un largo paseo por la playa, una cena decente, un masaje bueno y una horas de surf (más técnicas que divertidas). Así que, no será la Polinesia (es Melanesia, con mucho de la India), pero fue parada y fonda.
Me fui el sábado, rumbo a Tonga (desde donde publico está entrada). He vuelto a la Polinesia Meridional. 

miércoles, 19 de junio de 2013

Paraisos

Me resulta difícil pensar que me lanzara a hacer este viaje con la idea de encontrar un lugar. Como mucho, lo hice con la de encontrarme a mi mismo. 
Sin embargo, si buscara un lugar, un paraíso, probablemente fuera la isla de Manono. La Polinesia es esto. Al menos, la Polinesia que soñamos desde lejos.
Es una isla hermosa, rodeada de un arrecife donde rompen las olas, y que forma una laguna, que en estos momentos, el lunes 17 de junio, mientras me tomo un té y escribo, es la definición del turquesa, salvo los instantes en que es la del lapislázuli, en contraste con el azul cobalto del mar abierto. Hay pequeñas playas de arena blanca y rocas volcánicas. Árboles tropicales cargados de flores o frutas, mecidos suavemente por los alíseos. 
Hace un rato, he nadado hasta el arrecife. Está a casi un kilómetro. Hacía tiempo que no nadaba tanto y ha sido algo más difícil de lo que pensaba, sobre todo los primeros 300 metros de vuelta, mientras intentaba leerle la dirección de la corriente para nadar transversalmente a ella. Fui a ver el arrecife y el rompiente de las olas. 
Me quedo en una especie de pensión, desde donde todos los días se ve la puesta del sol. Las habitaciones son pequeños fales, con paredes y cama, subidos a la ladera de la colina de la isla. Comemos en un fale comunal: los huéspedes, el encargado (un neozelandés de 88 años, capitán de barco jubilado, que pasa aquí 7 meses al año) y gente del pueblo, en especial algunos niños. Sigo sin entender los parentescos y quiénes son miembros de la familia (estricta y extensa) de los dueños (de visita a una hija y su nueva nieta en Melbourne) y quiénes son vecinos. 
De hecho, quedarse aquí es quedarse en el pueblo. El domingo fui al servicio "congregacionalista" de la iglesia local (hay 5 pueblos y 7 iglesias); en samoano, salvo por unas palabras de bienvenida en inglés dirigidas a mi, y en el que no pararon de cantar. Los samoanos cantan mucho y bien: en la iglesia, en casa, en la calle. 
Hoy, el encargado, Ewan, me llevó a visitar la escuela y las casi ruinas de la iglesia católica de la isla, construida hace más de un siglo y con unas vidrieras bonitas -más bonitas aquí que en el taller de Lyon donde las construyeron por su cierta incongruencia- y una acústica maravillosa.
Luego, he seguido caminado por mi cuenta, por el único camino de la isla, que rodea su perímetro. En total, sin prisa y con paradas, he tardado una hora y cuarenta minutos.
El martes, volví a nadar. Pero menos. Los 400 metros que separan de la costa a un islote de rocas volcánicas. Elegí el momento en que la vuelta fuera con la corriente de las mareas a favor. 
Los dos primeros días (llegué en la mañana del viernes y me fui en la noche del martes), hice poco. En un sitio como este, no hay tiempo. Puedes dedicarte a ver las olas romper contra el arrecife o las formas y el movimiento de las nubes o el cambio del reflejo del sol en el agua.
Sin embargo, lo que hace a este sitio tan especial es la gente. Creo haber descubierto al menos una de las cosas que contribuyen a la fascinación occidental con la Polinesia. Es su sonrisa. Pocas veces he visto iluminarse un rostro de la forma en que lo hacen las caras de los polinesios: es un sonrisa inmensa, franca, clara, ligeramente juguetona y algo infantil (que no pueril). Da igual quién sonría. Cada vez que, durante mi caminata, saludaba a la gente con la que me cruzaba, y me contestaron con esa sonrisa era como si saliera un segundo sol. Cuando fueron los niños en la escuela, fue como ver las estrellas durante en pleno día. 
No es, sin embargo, el paraíso o, al menos, no es ni más ni menos paraíso que otros muchos sitios en este mundo (los hay de tantos estilos: ayer, sonó en mi iPad un tema que me hizo añorar el paraíso de la terraza del Space de Ibiza). Digo que no es el paraíso porque no se me escapan sus problemas: pequeños cortes que se infectan épicamente y terminan en amputaciones, demasiado alcohol, basura por todas partes (plástico, papel, envoltorios), violencia doméstica, inestabilidad familiar, droga, suicidios adolescentes, algún niño que te pide dinero, una estructura social rígida y nada igualitaria.
En esta isla, se vive del modo tradicional, pero no están aislados: hay teléfonos y televisión y radio, todo el mundo tiene parientes en Nueva Zelanda o Australia (en mi caminata, pide oír un poco de hip-hop samoano del sur de Auckland). Y, de vez en cuando, aparecen turistas, cuando no funcionarios y voluntarios de la cooperación al desarrollo o investigadores de algo.
Tal vez, en la isla de al lado, Apolima, puedan mantenerse más a salvo. La isla está formada por un volcán medio sumergido, con una sola entrada a una laguna interior donde hay un solo poblado. Hace falta invitación para ir. A cambio, el cacique local domina la vida del lugar, no hay escuela y no hay médico residente.

En la madrugada del miércoles 19, vuelo a Fiji. Me quedo allí hasta el 22. Ya me queda menos de un mes de viaje. 

viernes, 14 de junio de 2013

Sorprenderse

Esta entrada es larga. Cubre mis tres días en Apía, la capital de Sámoa (asihabría  que escribir sus nombres para refeljar como lo pronuncian los locales). Así que esta es una entrada larga: no hace falta leerla de una tacada.

Llegué ayer (martes 11 de junio) por la noche. En el camino del aeropuerto a la casa de huéspedes en la que me quedo, me llamaron la atención el grandísimo número de iglesias de todas las sectas cristianas imaginables, y que casi todas las casas parecían tener un gran salón abierto añejo, a veces un grandísimo porche, donde algunos habían instalados sus camas con mosquitera. Hoy, he visto más iglesias (y un templo bahai) y salones abiertos y escuelas que siguen ese mismo modelo: es la rendición moderna del Fale samoano tradicional.
Ha sido un buen día. Mejor dicho, termino el día de buen humor. Estoy tomando algo en el pequeño puerto deportivo de Apia, mientras el sol se pone en el Pacífico y las nubes, que cubren parte del cielo, han pasado del blanco al dorado y, ahora, son rojo encarnado. 
Hoy he hecho dos caminatas. Una programada, que me ha desilusionado un poco, y otra inesperada que me ha puesto de buen humor. 
Después de desayunar con la familia de la casa (los niños se preparaban para ir al colegio) y los otros dos huéspedes (un alemán callado y un japonés que habla por los codos, aunque casi no se le entiende), mi guía me llevó a la primera caminata. Es un tío mayor que yo, no especialmente simpático. Diría que algo aburrido de su trabajo. Caminamos casi 4 kilómetros por un camino de tierra, a través de lo que antes fue bosque tropical y, ahora, está cubierta por una enredadera introducida durante la II Guerra Mundial para camuflar el material militar, y que cubre lentamente el bosque, lo asfixia. Ya la había visto en Santo.
La parte buena de la caminata fue llegar, después de atravesar un bosque de pandanos, a los acantilados de lava de la costa sur de la isla de Upolu, contra los que se estrellaban olas de 3 metros. 
Luego, en el camino de vuelta, mi guía me propuso parar en la casa museo de R. L. Stevenson, que murió aquí, y caminar hasta su tumba. Lo hice solo (creo que lo he cansado). Hay dos caminos: uno corto y difícil, otro largo y menos difícil. Decidí subir por el corto y bajar por el largo. El corto, después de un desplazamiento de tierra en diciembre pasado, desaparece a medio camino. Eso no me amedrentó. Demostrando mi pundonor masculino. Usando también las manos, trepé hasta lo alto de la colina. Llegué contento y empapado en sudor (hace calor, está húmedo) a la tumba, que no es nada del otro mundo. Lo que vale la pena son las vistas de la ciudad y su bahía. 
El museo es una preciosa casa colonial, que vale una visita.
Después de una ducha, me fui a dar un paseo por Apia, que aprovecharé para cenar algo antes de volver a la casa.
Esto no me recuerda nada de nada a Haití.
No llego a entenderlo aún, pero hay un cierto rigor, adustez y empeño en la actitud de los locales, sobre todo de los adultos. Los niños y jóvenes parecen más relajados y sonríen más. Como en Vanuatu, como en tantas partes, la gente cambia su serio ceño por una sonrisa al saludar. Pero saludan menos que en Port-Vila. 

El segundo día tiene anécdota: la moto de motocross en la que Eddie, mi guía, me vino a buscar por la mañana, nos dejó tirados en el camino de vuelta, después de que subiéramos a una colina a ver unas vistas preciosas del sur y del norte de la isla. Me hizo subir la colina a pie, porque el terreno era demasiado complicado para la moto (él subió en ella). Evidentemente, buscaba cansarme. Sin embargo, nada más comenzar el camino de vuelta se soltó la correa (en parte, mejor, porque insistía en apagar el motor en las cuestas abajo). Tuvimos que andar una media hora larga antes de que alguien parara y nos trajera a Apia en su camioneta. 
La caminata ha estado bien. Mejor el camino: cientos de mariposas blancas minúsculas revoloteando en un bosque espeso, y sin rastro de la enredadera asesina, una zona hermosa de helechos gigantes. El Lago Lenoto'o, meta del camino, es el cráter de un volcán extinto. Su fama se debe a sus peces de colores. Sin embargo, tanto han pescado para acuarios a los pececillos rojos, que ahora domina una variante gris. También a algún listo se le ocurrió soltar una tilapias.
El resto del día lo he pasado en Apia. He ido al muy pequeño Museo de Samoa: algo he aprendido de los tatuajes, los tejidos t los trajes tradicionales (usado mayoritariamente aún, sobre todo la masculina "falda tubo" por debajo de la rodilla -todos mis pantalones cortos y bañadores son por encima de la rodilla). También algo he podido ver de la fuerza de la colonización alemana (¿será por eso la seriedad de los adultos?) y la cristianización del país (¿vendrá de aquí su adustez y empeño?).
Mañana, hago la última caminata: la más larga y, se supone, bonita. Veremos. 
Esta mañana, he charlado con el hijo mayor de la familia (lo mejor de mi estancia en esa casa son los niños). Mientras se arreglaba para ir al colegio "haciendo footing", frente al espejo, peinándose con gel, me contó que quiere ser actor "en América", pero que se pliega a los deseos de su padre y estudiará para conseguir una beca para hacer Derecho en Australia o Nueva Zelanda. Sin abandonar sus planes de probar suerte en Hollywood. 
Estoy de mejor humor. Me he relajado. Será que la Polinesia Meridional me está haciendo efecto. Espero la cena, bebiendo una cerveza local y escuchando la música en directo del bar de al lado. Hace calor y está húmedo. Me encanta. Voy a cenar una pizza y luego me tomaré otra cerveza en el bar de al lado -si siguen cantando: su selección musical parece sacada de mi iTunes.
Legué, pedí una Vailima y me senté frente al grupo (cantante, batería y ordenador). El siguiente tema fue un "Boy from Ipanema" entre Stan Getz y Ella Fiztgerald con un staccato maravilloso. Al rato, las dos lesbianas neozelandesas, amigas de la cantante, y la fa'afafine, su hermana, que eran el único otro público (el resto de la gente, todos hombres, estaban más ocupados jugando al billar, fumando, bebiendo y hablando), me invitaron a su mesa. Establecí en dos mi límite de cervezas (Eddie prepara destrozarme mañana, estoy seguro) y me fui después de una versión maravillosa de "Feel Like Making Love".

El tercer día tenía que ser el más movido. Hoy, les eché la bronca al guía y al dueño de casa. A las 9 de la mañana, después de casi una hora, seguían discutiendo cómo íbamos a hacer la caminata. Me planté, les dije que no estaba contento, que era una tomadura de pelo que no lo tuviesen organizado y que no me estaban haciendo ningún favor, que les había pagado. Puede que fuera algo duro, pero el resultado fue que en 1 minuto se pusieron de acuerdo y, en 5, estábamos de camino. 
No sé si hicimos la que habíamos acordado, porque fue bastante más corta de lo que dijeron que iba a ser (4 horas en vez de 6). Fuimos por la costa este, hasta una bahía profunda como una ría. De verdad hermoso. Valió la pena el sofoco mañanero. Justo al final, al subirnos de vuelta al coche, se puso a llover torrencialmente. Me encantó. Hacía tiempo que no veía llover así. El camino de vuelta se hizo largo porque en vez de volver directamente, dimos un rodeo por el mercado, que tenían que comprar algo. Lo peor es que no me avisaron. Estoy hasta los huevos de ellos y feliz de irme mañana.
Me voy a la playa, a la isla de Manono. Me espero algo muy simple al borde del mar. Es una isla pequeña: en una hora se la puede circunvalar a pie. Ahí no tendré ningún acceso a internet. Imagino que estaré totalmente desconectado hasta el 19, una vez en Fiji.

Una amiga, al comienzo del viaje, me dijo que hiciera cosas que no pensaba, hacer imprevistas, improvisadas, que me sorprendiera a mi mismo. Hay mucho de eso en este viaje, sobre todo en estos días. Qué consejo tan acertado me dio.  

jueves, 13 de junio de 2013

Port-Vila

Me fui de Vanuatu el día 11, después de dos días en Port-Vila, con un regusto de fracaso en la boca. Santo es un vago recuerdo y, aunque he aceptado la fatalidad, no termino de sacarme de la cabeza la fallida expedición en Ambryn.
Estos días no he tenido ganas de hacer mucho. No tengo mucho que contar. No encontré nada que me inspirara lo suficiente como para organizar un exploración de la isla de Efate. No es que no haya cosas que ver o hacer, aunque muchas tienen pinta de estar diseñadas para los pasajeros de los cruceros que atracan en el puerto de Vila, sino que nada me he llamado la atención. 
Me he dedicado a descansar, a ver cosas en Vila (el Museo Nacional, combina una colección de animales disecados y caracoles y bivalvos, con otra de trajes, máscaras y esculturas). 
Fui a la playa, como conté en la anterior entrada.
Di algún paseo por Vila (otra muestra de mi voluntarismo). Sorprendente la obsesión que tienen con Bob Marley y Jamaica.
Conocí a algunos australianos instalados aquí más o menos permanentemente. Son la comunidad extranjera más numerosa, seguidos de los chinos, que dominan el comercio. También hay algún francés.
Me voy a Samoa. Abro un nuevo capítulo.
En el aeropuerto de Port-Vila, mientras espero a embarcar, me sacan del mal humor Fangoria (http://www.rtve.es/alacarta/videos/musica-en-el-archivo-de-rtve/fangoria-dios-odia-cobardes-1995/908907/) y Galdós (capítulo XI de "La Fontana de Oro", en el que se burla del teatro neoclásico; la novela trata del fin del Trienio Liberal: algunos de los polvos del lodazal actual). 









lunes, 10 de junio de 2013

Ambryn

Ambryn ha sido la parte más complicada del viaje hasta ahora. Ha tenido cosas buenas, pero ha sido un pequeño fracaso. 
Mi plan original era subir a los dos volcanes (activos) de la isla en una caminata de dos días. Se supone que junio es una buena época para eso. Sin embargo, este año, la época seca, después de más de un mes, no termina de empezar y, en vez de cielos azules, tenemos nubes, lluvia y mucho viento.
Es una isla de arena, ceniza y roca volcánica totalmente cubierta por la selva tropical, que llega justo hasta el borde del agua. El viaje de dos horas en lancha desde la pista de aterrizaje de Craig's Cove hasta el poblado de Ranon, donde dormía, la costa es una sucesión de acantilados rocosos y playas, sin aparentes signos de presencia humana. En los pocos momentos en los que salía el sol, el mar se teñía de todos los azules. La mayor parte del tiempo, sin embargo, contra un cielo totalmente cubierto, azul lechoso y negro, el mar era entre negro y gris plomizo. 
Dormí dos noches en Ranon. La primera y la tercera. En una habitación muy sencilla, que me recordaba a la que usaba en la playa de Kavik en el sur de Haití. De todas las partes del mundo que he visitado, Vanuatu es la que mas me recuerda a Haití, a pesar de las diferencias. Por momentos, en vez de las pocas frases que he aprendido a decir en bislama, lo que me salen son las pocas que aún recuerdo de creol. 
Esa primera noche, cené con Salomón y su mujer, mis anfitriones, un plato combinado de arroz, acelgas, taro y yam condimentados con un poco de carne picada. Por la mañana, en el desayuno me ofrecieron café con leche instantáneo chino y galletas, que es su idea del desayuno de los turistas, además de los más tradicionales, y mejores, buñuelos de yam, banana frita y fruta (papaya y pomelo).
Poco después, junto con Sandy, mi guía, empezamos el ascenso. La noche anterior, el fuerte viento había despejado el cielo, pero sólo parcialmente. A los mil metros, se mantenía, con apariencia perenne, una corona de nubes espesas y oscuras, que cubrían los volcanes. Un poco antes de llegar a ella, después de dos horas de caminata, llegamos a la planicie de ceniza volcánica, antesala de los volcanes. Antes de poner pies en ella, Sandy me hizo lanzar al aire una especie de jabalina que cortó de un junco. Al día siguiente, Salomón me explicó que existe la creencia de que así se espanta el mal tiempo. No funcionó. Al poco de empezar a caminar por la ceniza, entramos en las nubes y ya ni vimos el sol, ni paró de llover. Tardamos otras dos horas en llegar a la caldera del volcán Marum. Pero la visibilidad era tan mala que no se veía nada. Pudimos oír el rumor de la lava, oler su azufre y sentirlo en el picor de nuestros ojos, pero nada más. El cráter estaba tapado por la espesa combinación de las nubes y el humo volcánico.
Ciertamente poco contento, caminamos otra hora al refugio, donde cenamos y nos fuimos a dormir temprano.
A la mañana siguiente, ante la persistencia de la niebla y la lluvia, decidimos volver al punto de partida sin intentar seguir ascendiendo. 
Mi tercera noche en Ambryn fue una repetición de la primera, con ciertas compensaciones: una puesta de sol esplendorosa sobre el Pacífico, un zorro volador (un tipo de murciélago frutícola), un dugong saliendo a respirar a la superficie, algunos peces voladores planeando sobre el mar, y un poco de papaya cocida en leche de coco acompañado al arroz, el taro, las acelgas y el yam. 
A la mañana siguiente, después de que apareciera el conductor de la lancha -Salomón y su mujer intentaron esconderme su azoramiento y la crisis insistiendo en que desayunara, frente a mi insistencia en salir-, el viaje de vuelta a Craig's Cove y Port-Vila no tuvo mayores sobresaltos ni, ya puestos, nada en especial.
Volví fastidiado. Es cierto que la excursión salió a medias por el mal tiempo ("el hombre dispone...") y no porque no me diera el cuero para seguir caminando, así que, aunque posiblemente nunca vuelva a tener la oportunidad de ir a Ambryn, al menos aún puedo seguir planeando otras caminatas. 
Estoy en Port-Vila hasta el martes, que vuelo a Samoa. Hoy, domingo, me he venido a la playa, más otra muestra de voluntarismo que otra cosa: hace demasiado viento y no hace tanto calor. Sin embargo, es un sitio precioso y la gente es muy amable y simpática.
Me ha traído en su mini bus, un taxista que fue campeón local de 150 metros vallas y compitió en campeonatos mundiales por todas partes, incluida Barcelona.
El chiringuito donde he comido está casi vacío, así que el camarero se ha sentado a la mesa al traerme la comida y dado charla durante un rato.
Evidentemente, la primera reacción que tengo al decir que de España vengo es una mención al Mundial. Para bien o para mal.  



domingo, 9 de junio de 2013

Santo

Por algún motivo, esta entrada no se publicó el martes pasado. Es anterior a "Kava". Vuelvo a intentarlo.

Esto es lo que he ido escribiendo desde el sábado que llegué a Vanuatu.

Primeras impresiones. 
Cruzamos las nubes en nuestro descenso. Donde antes sólo había océano, aparece un grupo de islas verde fluorescente. En la mayor, una meseta, veo turbinas eólicas en una montaña, tierras cultivadas, zonas forestadas, valles -más bien tajos en la tierra o, "ravinnes". Me ha recordado tanto a mi llegada a Puerto Príncipe: salvo porque es verde y no marrón. El aeropuerto es muy parecido a como era el de PAP en 1998.
Los carteles están en inglés y francés (esto fue el condominio franco-británico de las Nuevas Hébridas) o en bislama (el creol de raíz inglesa local). Leo TABÚ en algunos de ellos. Estoy en los Mares del Sur (en Melanesia).
Me recibe Joseph, que me ha ayudado con los complicados y fluidos vuelos internos, con una sonrisa y un collar de caracolillos blancos. Me acompaña a la terminal doméstica. Facturo para Santo. Falta una hora y media para que salga el vuelo. No hay nada más que hacer que hablar un poco, sentarse, esperar, aburrirse. Es aire es húmedo, pero no hace calor. Ha llovido. Corre algo de brisa. Estoy agotado de cansancio: ayer me costó mucho dormirme, a las 8.20 estaba de camino al aeropuerto, y el vuelo salió con 2 horas de retraso. Todo el mundo se mueve despacio, porque hay tiempo, habla y se ríe.

Primer día completo en (Espíritu) Santo, en la capital, Luganville, que es poco más que una calle principal asfaltada, de hecho la carretera que circunvala la isla. Esto me sigue recordando a Haití. Así sería Haití si ese pobre tercio de la Hispaniola no estuviera desforestado y superpoblado. También me recuerda a Cabo Verde, a San Luis en la isla de Mindao. La música, que oigo al pasear despacio, porque no hay prisa, por esa calle principal y las que se le conectan, podría pasar por afro-caribeña (puede que lo sea, que sea martiniquesa o "reunionera").
Hoy he vuelto a hacer submarinismo. Dos inmersiones en el naufragio del SS Predident Coolidge, un crucero de lujo de 200 metros de eslora requisado para transporte durante la II Guerra Mundial. Nunca había bajado tanto (43 metros; diría que sobrepasando el límite de mi certificación). Nunca había entrado en un naufragio: me ha producido cierta claustrofobia, aunque sin perder la calma, y, mucho más que eso, me ha maravillado. Me alegro mucho de haberlo hecho.
Me alegro mucho de estar aquí. Es un trópico más pobre que el de Koror (tendré que compararla, en su momento, Port-Vila), pero igual de amable. La gente se saluda -me saluda- al cruzarse. He comido en uno de los puestos del mercado, una carne guisada con verduras y arroz. Rico, sobre todo cuando le puse un poco de una salsa espesa de guindillas (chiles) y coco y tomate y zanahoria y quién sabe qué más (no me extrañaría que pescado o crustáceos secos, como en los acarajés bahianos).
La he pedido en la cena, pero no la tienen. Es el muy buen restaurante de un hotel mucho mejor que el mío. La cena me cuesta 10 veces más que la comida. Creo que mañana cenaré también por el mercado.
Me quedo en un hotel de los 70, que ha perdido toda su gloria y brillo, y que tiene la gran ventaja de estar casi vacío: no he tenido que soportar a otros turistas ruidosos, como los 16 australianos y norteamericanos que no pararon de hablar alto y beber, mientras cenaba, contándose, algunos con un falso acento pijo, y sin saber usar los cubiertos o cerrar la boca al masticar, lo que vieron en la inmersión de hoy y lo maravilloso que es el estilo de vida de estos isleños, que no sufren por tener demasiado o tener prisa, y otra serie de perogrulladas y lugares comunes pretendidamente profundos, que derivaron en contarse lo importante que son y algo que no llegué a entender del todo -los he soportado y oído, pero no escuchado- sobre llevar una vida sana, que me ha dejado perplejo: debemos de tener concepciones muy diferentes de qué es eso. Como la mayoría de submarinistas que me he cruzado por ahora en este viaje están gordos. El submarinismo es un deporte de gordos.

Lo de hoy, lunes 3 de junio, no sé cómo contarlo. Ha sido alucinante (impresionante, maravilloso, sorprendente, fantástico).
El plan del día era ir a la Cueva del Milenio. Por lo que tenía entendido se trataba de un par de horas de senderismo, seguidas de una media hora cruzando la Cueva, y otro par de horas de regreso. Fue y no fue así.
Primero, me llevaron en coche, por lo que queda de una pista de aterrizaje de la II Guerra Mundial y una carretera sin asfaltar a una aldea. Más o menos una hora. De la aldea, fuimos caminando a una segunda aldea y de, ahí, a la entrada de la cueva por un sendero de barro, no con pocas pendientes. Una hora y media. Antes de la última bajada, cambié las botas de senderismo, con barro hasta el tobillo, por los botines de surf (me habían dicho que había que cruzar un río y, luego nadar).
Al bajar a la entrada de la cueva, es cuando veo que no se trata de cruzar un río, sino que el río entra en la cueva y que no hay otro camino que seguirlo, con el agua a la cintura, salvo cuando nos encontrábamos con unos rápidos, que salvábamos usando pies y manos. Íbamos con linternas, para alumbrar donde poníamos los pies y, también, las paredes y techo de la cueva y las dos o tres cascadas que caían sobre el río. 
A la salida, nos esperaba el porteador, con mis botas y la comida. Paramos a comer a la orilla de una pequeña poza. Saqué fotos, pero creo que es imposible que se llegue a apreciar el lugar: rápidos a un lado y al otro, el comienzo de un cañón con paredes de 20 metros de alto y todo cubierto de vegetación. Además, aunque estamos en la época seca, está cubierto y llueve o llovizna como si fuera la época de lluvias. En las fotos el cielo sale blanco. In situ, había una tenue neblina, nubes atrapadas que precipitan lentamente, y realzaban, a mis ojos, el paisaje. Seguro que con sol es hermoso, en esta neblina, era mágico.
Después de comer, empezamos a seguir el río. Primero por la orilla, trepando por las rocas; luego, metidos dentro, dejando que la corriente nos llevara y nadando. En realidad, se intercalaron los tramos por las rocas de la orilla y los tramos por el agua. Cruzamos una docena de cascadas, cayendo desde las paredes verticales del cañón. No sé cuánto tiempo duró esta parte del camino. Fue mi favorita. Me sentí un explorador en un mundo virgen, por mucho que sabía que a excursión la hacen todos los días.
Salimos de agua y trepamos siguiendo un arroyo por una parece con algo de inclinación, hasta que llegamos a la segunda aldea. Paramos un rato para tomar un café (instantáneo) y comer algo de fruta.
El camino de vuelta fue primero andando, después en la furgoneta, que casi se queda en el barro un par de veces.
En la furgoneta, el conductor puso la radio. La música es afro-caribeña, como pensaba: regetón, merengue, meren-house, reggae. La mayoría cantando en español (en algunos casos, en un español malo y casi incomprensible). De vez en cuando, sonaban algo en inglés, como Beyoncé, y una "chanson" francesa. Vanuatu está lleno de sorpresas.