Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


miércoles, 30 de septiembre de 2009

Mercurio en retroceso

Volví de vacaciones en la segunda semana de septiembre. De unas vacaciones formidables, de las de dolce far niente. Sol, playa, un libro, comer, ejercicio ligero. El regreso fue brutal. No porque me diera la depresión pos-vacacional, sino porque todo se puso del revés. Exagero, pero algo de eso hay. Pasaron dos cosas.

Primero, el mismo día en que volví al trabajo, me ofrecieron dejar Londres y volver a Madrid, a un trabajo muy interesante y perfecto para mí. Dije que no, las prioridades las establecí hace algún tiempo y el trabajo, aunque haya momentos que me pique la ambición, no es la primera. Me hicieron una contra-oferta, que suponía volver a Madrid unos meses, trabajar de lunes por la tarde a viernes al mediodía –para poder pasar los findes religiosamente en Londres– y una par de dulces más. Acepté la contra-oferta, a pesar de las caras largas iniciales de mi novio. Todo parecía indicar que, a principios de octubre, volvía a Madrid.

No había contado con el amor de mi jefe. Mi jefe me quiere mucho y no puede vivir sin mí. Esa es la conclusión a la que terminé llegando, después de que removiera Roma con Santiago, que llamara a medio mundo y le dejara mensajes al otro medio, para que yo no me fuera. Consiguió aplazar la decisión final, consiguió imponer su voluntad –y demostrar lo mucho que manda e influye– y que “probáramos un par de meses” una solución "a control remoto", en la que me quedo en Londres, haciendo mi trabajo de aquí, y añado “esas cosillas para Madrid, que tampoco son para tanto.” No hay que decir que, por ahora, voy más bien de culo: él, de pronto, ha descubierto que, sino me da algo nuevo que hacer cada día, empiezo a dudar de su amor, mientras yo ando muy fuera de onda de lo que está pasando con “esas cosillas de Madrid.”

Sé, porque algo he aprendido en esta vida, que es cuestión de ser paciente y esperar a que las cosas caigan por su propio peso. Satisfecho su ego, con el “experimento a control remoto”, terminaré yéndome a Madrid en dentro de no mucho. “De algún culo saldrá sangre”, como dice el dicho argentino; por ahora, lamentablemente, sangra el mío.

La otra cosa que me ha trastocado la plácida vida que llevaba en Londres es una fiesta. A principios de julio, empecé a organizar una fiesta para el primer sábado de octubre. Es que hoy es mi cumpleaños, ¿no lo había dicho? Pues eso, hoy cumplo años, por lo que decidí hace unos meses celebrarlo (entiéndase “decidí” como “no tuve más remedio que plegarme a la presión a la que me sometían por todas partes para que organizara una fiesta para celebrar que cumplo 40 años”). Pues eso, decidí celebrarlo. Se me ocurrió hacerlo en un bar de copas. Me apetecía que fuera como quedar a tomar algo con unos amigos y terminar bailando en una pista minúscula. Eso es mejor hacerlo en un bar que en casa.

Busqué bares, encontré uno, con un sótano estupendo (una barra, luces de colores, una bola de espejos, sofás en los rincones). En 1º de julio, ya lo tenía reservado. Mandé las invitaciones (emilios y Facebook) y me puse a elegir la música. Eso era fundamental, no sólo porque hay canciones que “tenían” que sonar, sino, sobre todo, porque hay muchas otras que no debían de sonar bajo ningún concepto. Me ha quedado una lista chulísima, con dos partes: una “de copas” y otra “de baile”. 7 horas. Si consigo entender cómo se hace y cuelga un podcast, aquí la tendréis dentro de poco.

Al volver de las vacaciones, me puse en contacto con los del bar, para terminar de organizar la fiesta (la comida, la bebida, probar que mi iPod era compatible con su equipo de música). Mis emilios no tuvieron respuesta. Cuando llamaba, un mensaje grabado me decía que “este número no admite llamadas”. Así que me pasé por el bar: estaba cerrado. Pregunté a los vecinos: “ese bar lleva cerrado desde finales de julio”.

Cabreo. Pánico. Desesperación. Soluciones. 10 días antes de una fiesta para 80 personas y con el culo al aire. Encontré, ese mismo día y cerca, otro bar. Sin sótano, pero ya me daba igual. Todo solucionado. Eso fue el miércoles pasado. El jueves, me dicen que no, que se habían equivocado y que tenían la sala reservada. Me encogí de hombros, respiré profundamente –¡!lo que ayuda el yoga!– y decidí hacer la fiesta en casa. Hoy, miércoles 30 de septiembre, todo parece estar bajo control (bebidas, comida, mi selección musical sigue siendo fabulosa, los vecinos están avisados e invitados). Además, Mercurio –el planta Mercurio– salió ayer de su fase de retroceso, que parece ser que es la razón de que todo se haya puesto patas arriba y del sinvivir de las últimas semanas. Así que, salvo la previsión del tiempo que no es muy buena, el asunto pinta bien. Ya os contaré la semana que viene.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Los cónyuges

Breckenridge me pidió, justo después de la boda, que escribiera la crónica. Agradecido y emocionado, lo hago. Eso sí, no será ni especialmente rosa, ni muy cómica; me sale más bien política y romántica.

Se casaron a las ocho menos veinte de la tarde, en la Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor de Madrid. Éramos diez: los novios, que estaban muy guapos –sobre todo el flamante Sr. de Breckenridge- y felices, y ocho invitados: la hermana de Breckenridge, unas cuantas de sus grouppies y servidor. Se suponía que una amiga de la infancia y yo íbamos a ser los testigos, pero fuimos reemplazadas. Nos dieron miles de explicaciones técnicas, sin embargo, como las dos testigas eran más jóvenes, más guapas y, sobre todo, más altas: quedaban mejor en las fotos.

Llegamos todos juntos a la puerta del edificio, pedimos la vez y nos pusimos a esperar. Teníamos dos bodas heterosexuales delante. No voy a criticarlos -si no tienes nada bueno que decir de alguien, mejor cállate, decía mi abuela Tatona-, pero tengo que reconocer que nos hicieron la espera más amena. Notorious lo hubiese pasado fatal: la segunda boda unía a dos familias de cuellicortos, lo que me llevó a preguntarme: ¿Tendrán sus bares y páginas de contactos? ¿Qué música bailan? ¿Tienen un código especial o se reconocen fácilmente? ¿Cuál es su modisto preferido?

La ceremonia fue perfecta. La sala es bonita, la vista sobre la Plaza Mayor estupenda y nosotros estábamos contentos y emocionados. Fue una ceremonia muy administrativa; el Presidente de la Junta del Distrito Centro se debe de saber los artículos 66, 67 y 68 del Código Civil del derecho y del revés. Los dijo sin especial interés, pero llega a tener que leer uno más y yo termino llorando. Hace 12 años, yo también me los sabía de memoria, pero era una versión peor. Impresiona que algo tan sencillo, y un poco feo, como la palabra “cónyuges” pueda tener tanta fuerza y decir tantas cosas. Luego vino el “sí, quiero”, que los dos dijeron alto y claro.

Después de la boda, los esposos nos convidaron a su casa, a brindar con champán del bueno y ponernos tibios de jamón y croquetas. Dijeron unas palabras. Breckenridge habló muy bien; nos dio las gracias por venir y reconoció que estaba muy feliz de haberse dejado convencer de casarse. Su marido, que es un hombre alto, inteligente y de pocas palabras, suele decir la palabra justa. Hace años, en una comida de gente dispar y mucho vino, en el momento álgido de una acalorada y alocada discusión sobre canciones con letra ridícula, dijo simplemente “I say to Thee, Respectfully” y nos calló la boca.

En su casa, el día de su boda, nos dijo que Breckenridge y él se quieren mucho, son muy felices juntos y son lo mejor que le ha pasada el uno al otro. Por eso, añadió, era lógico aprovechar que vivían en un país que les permitía expresar ese amor y ese compromiso plenamente. Qué razón tiene.

Mucha gente dice eso de que el matrimonio es sólo un papel. Yo no estoy de acuerdo, el matrimonio o, mejor dicho, la ceremonia de contraerlo es la máxima expresión social de amor y compromiso. Es cierto que, en todo lo demás, una pareja de hecho y una pareja casada no se diferencian especialmente y que se puede hablar de “marido” y de “mujer” sin necesidad de estar casados. Sobre todo, si eres heterosexual, porque si eres homosexual, cuando lo haces, suenas un poco a “mariloca” hablando en femenino o “camioneuse” después de la quinta cerveza. Respeto mucho a quienes deciden no casarse, porque entiendo que eligen dejar de lado una institución –y un contrato, que la discusión jurídica quedó en tablas– que les parece caduca y no les interesa, pero, en el caso de las parejas de personas del mismo sexo, lo “tradicional”, lo “de toda la vida”, lo “normal” es, precisamente, no casarse o, mejor dicho, no poder hacerlo. Por eso, ¡hay que casarse! Es lo verdaderamente subversivo. A ver si convenzco a mi novio.

Después del champán, el jamón y las croquetas, y los discursos y las fotos buenas, nos fuimos a Las Visitillas a comer pollo al ajillo. ¡Gran elección! ¡Qué bueno estaba! Fue una cena divertida, pero no terminamos sobre la mesa, descamisados, subastando corbatas, ligueros, sujetadores. Eso sí, gritamos “¡Vivan Los Novios!”, que es la parte que más me gusta de las bodas. En el fondo, la boda fue como una de esas noches de verano en las que quedabas a cenar con ellos y te llevaban a Las Vistillas, aunque mejor, más divertida, más bonita; hasta a la pobre Almudena se veía casi bonita. Nos recogimos antes de la media noche. Breckenridge y su marido tenían que madrugar, por temas de papeles y porque se iban a Sevilla de luna de miel. Se me pasó preguntarles por qué Sevilla. Sé que algo sé, que Breckenridge alguna vez algo me contó, pero no logro acordarme. También es posible que me confunda y que eligieran Sevilla porque les dio la gana.

Ahora están en América, dejando atónitos a los saudíes que se esconden bajo la piel de un “caballero español” o una “wasp liberal”. Breckenridge y su marido son ya muy felices –y comen de todo–, así que lo que se les puede desear es que sigan siéndolo.


domingo, 13 de septiembre de 2009

Chanclas

Las chanclas en la ciudad me parecían fatal. Las entendía en la playa y sus aledaños, pero en la ciudad me parecían mal. Por algún motivo, las había convertido en el símbolo esencial del informalismo que nos ahoga.

Eran las culpables de la desaparición del “usted”, y no por camadería fascista o internacionalista, lo que tendría un pase, sino por una dejadez ignorante, que también está dejando en el desuso el “gracias”, los “de nada” y el “por favor”. Del empujar y no dejar salir antes de entrar, y de no sostenerle la puerta a nadie. Del masticar con la boca llena, del llevar la boca al plato, y del sorber sin ser japonés. De esa actitud de tener derecho a todo, pero no tener ni una responsabilidad, ni un deber, de que todo viene dado y, por eso, ni hay que dar las gracias, ni pedir las cosas por favor. De la violencia social y agresividad hacia los demás, porque su mera presencia nos molesta, impide el disfrute ilimitado de nuestros derechos inherentes a “pasarlo bien”, a hacer ruido, a mearnos en la calle. En Madrid, Londres o Hamburgo.

Creo que exageraba. Releo esa lista de “cosas que me desagradan” y no puedo dejar de sentir que los tiempos han cambiado y yo no he cambiado con ellos, que, en un restaurante, yo me fijo si me sirven por la izquierda y recogen por la derecha -en casi ninguno-, pero que eso ha dejado de ser importante.

Sobre todo, exageraba con las chanclas. Los pies desnudos o medios desnudos en la ciudad son una guarrada, porque las calles no están limpias, y un peligro, porque puedes abrirte un dedo con el pico de una losa suelta. Además, las chanclas no amortiguan la dureza del asfalto y no sujetan para nada los pies, ni el arco, ni los talones, lo que es malísimo para los pies y la columna. Es una de mis obsesiones, desde que tuve problemas de inflamación de las pantorrillas el año pasado.

Sin embargo, cuando a mediados de los 80 se pusieron de moda las sandalias (urbanas) para hombre, me parecían el colmo de la elegancia y buscaba desesperadamente el par perfecto. Es más, uno de mis mitos eróticos de entonces era Tony Cantó, tal y como salía en el programa “La Tarde”, con sus polos y bermudas de Adolfo Domínguez y su sandalias de Farrutx. Las chanclas son, posiblemente, más cutres y populares que las sandalias, pero no son tan diferentes. Alguien más inteligente que yo dice que son democráticas e igualitarias y las defiende por encima de todo. Esta fue una de las dos razones por las que, este verano, decidí darles una oportunidad.

La otra razón fue que, después de dos veranos otoñales (2007 y 2008), la previsión del tiempo prometía un verano seco y caluroso en Londres -que no lo fue tanto-, por lo que, en los primeros días templados de mayo, sentí la necesidad de que hiciera calor, saliera el sol y fuera verano. Así que me puse las chanclas.

Empecé despacio. Un par de veces, después del trabajo, fui al súper de la vuelta de la esquina en chanclas; unas “hawaianas” azules, compradas en Río, ¡por supuesto! Lo hice riéndome de mi mismo, convencido de que mi sonrisa dejaba traslucir la transgresión que me estaba permitiendo. Después, las usé para ir al gimnasio, en bici, durante el fin de semana. Entonces, se me ocurrió que las gente lleva chanclas en la ciudad -y bañadores y camisetas de tirantes- por puro voluntarismo y como un ritual pagano: en lugares de veranos ambiguos y esquivos, como un rito de invocación al sol y el calor; en lugares de veranos omnipotentes y con vocación de permanencia, como una protesta por el aire que no corre, por las tormentas que no descargan. En todos, además, se hace por escapismo: si me visto de playa, estoy en la playa.

A finales de junio, cuando en Londres disfrutamos de una “ola de calor” (5 días seguidos de 30º y cielos despejados), que fue en lo que de verdad consistió el verano, decidí que las “hawaianas” no eran suficientes, que no sujetan ni el arco, ni el talón, y que te expones a cortarte un dedo en cualquier momento. Me compré otras, más urbanas, según mi concepción: más gruesas y menos duras, con cierta sujeción del arco. No he parado de ponérmelas, sobre todo las dos semanas que he pasado de vacaciones en las Baleares.

Me he convertido -tendría que hacer la lista de las conversiones de mi vida; los nombres son un sino: yo no hago más que caerme del caballo. Las chanclas en la ciudad son estupendas. Total, diría mi amiga Breckenridge. No son elegantes y son la parte esencial -eso lo sigo pensando- del uniforme veraniego de la informalidad que no me gusta, pero éste es el presente. Terminamos saliendo a la calle más desnudos que cuando estamos en casa, y muy poca gente se ve bien a medio vestir, y la mayoría va hecha un adefesio, pero lo hace -hacemos-, democrática e igualitariamente.