Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


domingo, 19 de octubre de 2014

El Español del Sur. Pampa.


A diferencia de sus recuerdos del barco, llenos de detalles monótonos como el viaje, sus primeros recuerdos de Buenos Aires eran una amalgama confusa y caótica, llena de ruidos, de gente, del azul del cielo y del violeta de los jacarandás. Cuando estaba en la tienda, o en la casa al fondo, con Julián Álvarez Gómez y su mujer Covadonga Otero García, Valentín casi sentía que no se había ido de Oviedo, aunque fuera esta una versión mejorada, la cara de la cruz de su propia casa. De inmediato empezó a trabajar en la tienda, a hacer lo que le mandaran, a cambio de casa y comida y un poco de dinero. Con ellos, todo le resultaba sencillo y familiar.

Fuera, en la calle, era como si todos los días fueran de feria. Pasaron meses antes de que esa sensación de una felicidad simple y transparente desapareciera. Eso pasó mediado el verano, cuando Julián Álvarez Gómez lo sentó frente a él en la cocina, después de haber cerrado el almacén, con Covadonga Otero García trajinando de espaldas a ellos, haciendo la cena, y le habló de su futuro. Había hablado con un amigo, Antonio Rosetti, más bien un conocido con el que hacía negocios, dueño de un almacén, un ultramarinos, en Santa Rosa, La Pampa, donde Valentín controlaría los pedidos mientras seguía con los estudios de bachiller perito mercantil que había comenzado en Oviedo. Antes de que terminara febrero, Valentín había dejado Buenos Aires e instalado a 700 kilómetros al oeste, pero una micra en los mapas, en medio de lo que parecía la nada.

Años después, incluso sin releer sus diarios de entonces, Valentín reconoció que fueron los años en Santa Rosa los que lo hicieron argentino. 

En Buenos Aires, era simplemente otro inmigrante asturiano, indistinguible de todos los demás, en una ciudad de un millón doscientos mil habitantes, en la que sin esfuerzo era posible seguir viviendo como en España o, al menos, en una versión de España. Santa Rosa tenía cinco mil habitantes, los inmigrantes eran más escasos, estaban dispersos. Allí, se despojaban paulatinamente de quienes fueron e iban a ser, para asumir una nueva forma de ser y de vivir y, algunos, una nueva identidad. Tal vez por eso, pocos hablaban del pasado.

En Santa Rosa, Valentín adquirió nuevos hábitos, aprendió a tomar mate, a hartarse de carne asada, se hizo a la rudeza de los gauchos. Aprendió a aceptar que le llamaran "gallego" sin intentar corregirlo. Aprendió la forma de hablar de los argentinos del campo, con la mezcla de la jerga de los gauchos y de los que aportaban los chacareros, los pequeños arrendatarios de los grandes latifundistas ausentes, venidos, como él, de alguna miseria europea. Sin embargo, conservó su acento. Muchos años después, en la comodidad de su biblioteca en Buenos Aires, Valentín escribiría en su diario que todos los emigrantes, aunque se integren y adapten, aunque muten en nuevos ciudadanos de su país de adopción, necesitan mantener un lugar en el que seguir siendo quienes fueron, para velar la muerte de la vida que dejaron atrás, en un duelo tan largo como la propia vida. El desarraigo, escribió, es un dolor incurable.

La palabra fue para él la sala de su duelo, un lugar íntimo, en ocasiones un lugar triste, pero en el que estar con quien no llegó a ser. Fue entonces, no mucho después de llegar a Santa Rosa, cuando empezó a escribir un diario, que nació como una extensión de las cartas que enviaba semanalmente a su madre y hermanas. En sus cartas, hablaba de la mejor cara, la más amable, de su nueva vida. Les hablaba de la continuación de sus estudios, de los amigos que paulatinamente hacía, de lo bien que lo trataba su jefe, de quedarse ahíto de carne asada, de ese horizonte inabarcable, que, en las horas del crepúsculo, le hacía pensar en un Cantábrico fantasmagóricamente en calma.

Les escondía sus miedos, su momentos de soledad, o que esos nuevos amigos eran poco más que desconocidos, que su jefe tenía frecuentemente días malos, en los que no era amable. Dejarse esa parte de lo que sentía y pensaba en el tintero le producía angustia. Las palabras que callaba en las cartas se le prendían en la garganta y, una a una, formaban frases y, luego, párrafos enteros, que se le iban enroscando alrededor del cuello, hasta casi asfixiarlo como la soga de un ahorcado. Por eso, para volcar esos párrafos en los que se traducían sus pensamientos, empezó a escribir en el primer cuaderno que tuvo a mano y, de ese modo, a sentir como se aflojaba la soga de los párrafos.

Escribir lo llevó a leer. Espoleado, también, por algunos de los chacareros que frecuentaban el almacén de Rosetti, que era el lugar de reunión del embrión de la sección santarrosina del que sería el sindicato anarquista de chacareros, que un año después organizaría una huelga frente a la explotación latifundista. Tampoco contaba Valentín esto en sus cartas, pero volcaba en su diario esa ebullición de ideas, esas lecturas improbables; Valentín escondía en sus cartas que había empezado a pensar.

Fue así, como a la mutación perceptible de hábitos y formas, le acompañó otra interior, que, más allá de la Pampa, de la lejanía de aquel lugar perdido en la parte baja de los mapas, era la propia de hacerse adulto.