Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


domingo, 19 de octubre de 2014

El Español del Sur. Pampa.


A diferencia de sus recuerdos del barco, llenos de detalles monótonos como el viaje, sus primeros recuerdos de Buenos Aires eran una amalgama confusa y caótica, llena de ruidos, de gente, del azul del cielo y del violeta de los jacarandás. Cuando estaba en la tienda, o en la casa al fondo, con Julián Álvarez Gómez y su mujer Covadonga Otero García, Valentín casi sentía que no se había ido de Oviedo, aunque fuera esta una versión mejorada, la cara de la cruz de su propia casa. De inmediato empezó a trabajar en la tienda, a hacer lo que le mandaran, a cambio de casa y comida y un poco de dinero. Con ellos, todo le resultaba sencillo y familiar.

Fuera, en la calle, era como si todos los días fueran de feria. Pasaron meses antes de que esa sensación de una felicidad simple y transparente desapareciera. Eso pasó mediado el verano, cuando Julián Álvarez Gómez lo sentó frente a él en la cocina, después de haber cerrado el almacén, con Covadonga Otero García trajinando de espaldas a ellos, haciendo la cena, y le habló de su futuro. Había hablado con un amigo, Antonio Rosetti, más bien un conocido con el que hacía negocios, dueño de un almacén, un ultramarinos, en Santa Rosa, La Pampa, donde Valentín controlaría los pedidos mientras seguía con los estudios de bachiller perito mercantil que había comenzado en Oviedo. Antes de que terminara febrero, Valentín había dejado Buenos Aires e instalado a 700 kilómetros al oeste, pero una micra en los mapas, en medio de lo que parecía la nada.

Años después, incluso sin releer sus diarios de entonces, Valentín reconoció que fueron los años en Santa Rosa los que lo hicieron argentino. 

En Buenos Aires, era simplemente otro inmigrante asturiano, indistinguible de todos los demás, en una ciudad de un millón doscientos mil habitantes, en la que sin esfuerzo era posible seguir viviendo como en España o, al menos, en una versión de España. Santa Rosa tenía cinco mil habitantes, los inmigrantes eran más escasos, estaban dispersos. Allí, se despojaban paulatinamente de quienes fueron e iban a ser, para asumir una nueva forma de ser y de vivir y, algunos, una nueva identidad. Tal vez por eso, pocos hablaban del pasado.

En Santa Rosa, Valentín adquirió nuevos hábitos, aprendió a tomar mate, a hartarse de carne asada, se hizo a la rudeza de los gauchos. Aprendió a aceptar que le llamaran "gallego" sin intentar corregirlo. Aprendió la forma de hablar de los argentinos del campo, con la mezcla de la jerga de los gauchos y de los que aportaban los chacareros, los pequeños arrendatarios de los grandes latifundistas ausentes, venidos, como él, de alguna miseria europea. Sin embargo, conservó su acento. Muchos años después, en la comodidad de su biblioteca en Buenos Aires, Valentín escribiría en su diario que todos los emigrantes, aunque se integren y adapten, aunque muten en nuevos ciudadanos de su país de adopción, necesitan mantener un lugar en el que seguir siendo quienes fueron, para velar la muerte de la vida que dejaron atrás, en un duelo tan largo como la propia vida. El desarraigo, escribió, es un dolor incurable.

La palabra fue para él la sala de su duelo, un lugar íntimo, en ocasiones un lugar triste, pero en el que estar con quien no llegó a ser. Fue entonces, no mucho después de llegar a Santa Rosa, cuando empezó a escribir un diario, que nació como una extensión de las cartas que enviaba semanalmente a su madre y hermanas. En sus cartas, hablaba de la mejor cara, la más amable, de su nueva vida. Les hablaba de la continuación de sus estudios, de los amigos que paulatinamente hacía, de lo bien que lo trataba su jefe, de quedarse ahíto de carne asada, de ese horizonte inabarcable, que, en las horas del crepúsculo, le hacía pensar en un Cantábrico fantasmagóricamente en calma.

Les escondía sus miedos, su momentos de soledad, o que esos nuevos amigos eran poco más que desconocidos, que su jefe tenía frecuentemente días malos, en los que no era amable. Dejarse esa parte de lo que sentía y pensaba en el tintero le producía angustia. Las palabras que callaba en las cartas se le prendían en la garganta y, una a una, formaban frases y, luego, párrafos enteros, que se le iban enroscando alrededor del cuello, hasta casi asfixiarlo como la soga de un ahorcado. Por eso, para volcar esos párrafos en los que se traducían sus pensamientos, empezó a escribir en el primer cuaderno que tuvo a mano y, de ese modo, a sentir como se aflojaba la soga de los párrafos.

Escribir lo llevó a leer. Espoleado, también, por algunos de los chacareros que frecuentaban el almacén de Rosetti, que era el lugar de reunión del embrión de la sección santarrosina del que sería el sindicato anarquista de chacareros, que un año después organizaría una huelga frente a la explotación latifundista. Tampoco contaba Valentín esto en sus cartas, pero volcaba en su diario esa ebullición de ideas, esas lecturas improbables; Valentín escondía en sus cartas que había empezado a pensar.

Fue así, como a la mutación perceptible de hábitos y formas, le acompañó otra interior, que, más allá de la Pampa, de la lejanía de aquel lugar perdido en la parte baja de los mapas, era la propia de hacerse adulto. 

sábado, 19 de julio de 2014

Año Uno


Hoy, Madrid y yo hacemos un año. El 18 de julio de 2013, volví y aquí sigo.

No puedo decir que este año ha pasado volando: ha sido tan intenso y ha estado tan lleno de gente, de reencuentros y encuentros, de actividad, de música, que siento haberlo exprimido. No todo ha sido en si mismo positivo y todo lo bueno que he vivido ha tenido algún precio, pero hasta los peores momentos, esos en los que se me ha encogido el estómago, he sentido el corazón estrujado y me han ardido los ojos, han resultado en algo bueno.

Ya lo he dicho antes, estoy aquí y no tengo ganas de ir a ningún lado. Veo
fotos de amigos en lugares lejanos y extraños, que no conozco, o más cercanos y que siempre he pensado que quería volver a visitar, y no siento el más mínimo interés de seguir sus pasos. No es que no viaje: desde julio pasado he cruzado el Atlántico dos veces, he estado en Bruselas, Galicia, Salamanca, Ciudad Rodrigo, la Vera, y en Vitoria y Valencia; he pasado 4 días estupendos, y 4 noches intensas, en Maspalomas.

No fueron, esos, sin embargo, verdaderos viajes; fueron excusas para ver amigos, pasar tiempo con mi familia, disfrutar de la compañía de gente a la que quiero y veo poco, con la excusa de una cena o alguna celebración, en la que bailar hasta que me dolieran los pies y reírme hasta que me doliera la tripa. De aquí hasta que acabe el año, volveré a hacerlo, incluido el salto del Atlántico y, con un poco de la suerte que merece, me mojaré los pies en alguna de sus playas al sur.

Sin embargo, seguirán siendo excusas y no viajes, porque un viaje supone una disposición del espíritu que ahora no tengo, de evasión y escape, que no me interesa. Hay veces que escapamos del tiempo, de la falta de sol o de su exceso; otras, buscamos un paréntesis para escapar de una realidad cotidiana demasiado alejada de nuestros deseos; otras, queremos hacer algo distinto y ver algo nuevo. No pocas, intentamos escapar de nosotros mismos. 

Me he pasado media vida esperando, como he contado en alguna de las entradas más antiguas de este blog, y otra media escapando, como alguna vez he casi confesado a medias. Lo de esperar es un sino y diría que consustancial a la naturaleza humana -al final, simplemente esperamos la muerte, mientras matamos el tiempo viviendo-, pero lo de escapar es coyuntura y yo, en este momento, no sólo no quiero escapar de esta vida que vivo, sino que quiero más. Quiero más de Madrid, quiero más de las noches, quiero más de mis amigos y mis flores.

No hace mucho, mi amigo David, tras escuchar pacientemente un largo discurso sobre las jaulas antiguas tejidas con mimbres nuevos, me advirtió del peligro de proyectar el pasado en el presente. La realidad es un amasijo informe, que ordenamos para sobrevivir. Nuestro sentidos, y los procesos cognitivos, nos engañan para poner orden en el caos. Además, proyectamos el pasado en el presente; ya no sólo para comprender, aprehender, lo que nos rodea y nos pasa, sino también para comprender la confusión interna de sentimientos y pensamientos. Nos apoyamos en la memoria y la experiencia. De dentro a fuera y de fuera a dentro, le damos forma al presente con moldes del pasado. Por eso hay experiencias, personas, sentimientos que nos marcan, el alma y el cuerpo, y que nos precipitan a repetir errores antiguos y recordar los aciertos. Manoseamos lo nuevo con los dedos manchados de pasado, intuitivamente recortamos el presente con la silueta de lo que hemos vivido.

¿Cómo lavarse las manos, dejar a un lado los moldes, y lanzarse como un chiquillo en brazos del caos? Hay que ser conscientemente inocente, inconsciente a posta, y, con los ojos abiertos, lanzarse abriendo los brazos de par en par, y dejarse abrazar. Como hago cada vez que dejo que me trague Madrid por la noche. 

martes, 1 de julio de 2014

El Español del Sur. Barco.


Lo despertó la sed, la boca pastosa y las ganas de ir al baño. Eso le dijo a Amelia por la mañana, cuando le preguntó por qué se había ido de su cama. Pero fue el barco. Se despertó porque volvió a soñar con el barco. Soñó que el movimiento del barco lo despertaba y se volvía a encontrar en su catre de la litera, reconoció la respiración de los otros pasajeros y los ruidos del barco y el mar, familiares después de un tiempo, pero igual de indescifrables como al principio del viaje. Era un sueño antiguo, que conocía bien.

En el sueño llevaban meses navegando, aburridos, angustiados, incrédulos. El puerto de Buenos Aires les esquivaba: algunas mañanas, podían ver el mar ensuciarse del marrón del Río y volvían a ilusionarse, a pensar que el viaje se estaba terminado. Luego, las aguas se aclaraban y todos volvían al tedio de un viaje interminable.
Mediado el sueño, una vez más reconoció estar soñando y que estaba abocado a soñarlo entero: a dejar el catre y buscar la cubierta, porque podía entrever que ya era de día. El barco del sueño era mucho más grande que aquel al que subió en el verano de 1910, casi un laberinto. Sabía que iba a perderse, que subir una escalera lo llevaría a una cubierta inferior, que al empujar la puerta que parecía abrirse al día, se iba a encontrar con un pasillo. Conocía bien el sueño, pero eso no amortiguaba la angustia. Es más, cuanto más lo soñaba, cuanto mejor lo conocía, mayor era la angustia. Sabía que una de esas puertas que iba a abrir lo dirigiría a otro pasillo anodino y que, al empezar a caminarlo, escucharía detrás de él una respiración y unos pasos, y que era inútil darse la vuelta, porque no vería a nadie a sus espaldas, y que entonces lo escucharía sacarse el cinturón y que con eso se despertaría, angustiado, sudando.

Fue eso lo que lo despertó, lleno de ese terror antiguo y familiar. Se levantó, dejó la habitación silenciosamente. Dio una vuelta por la casa. Fue al baño, se sirvió un vaso de agua en la cocina y se fue a la biblioteca, donde, en su sillón, como antídoto al sueño, para conjurar el daño que seguía causándole, reconstruyó el viaje verdadero.
Lo había hecho muchas veces, incluso en los diarios que escribió en Santa Rosa y al volver a Buenos Aires. Sólo tenía que imaginarse a su madre, en la cocina del piso de Oviedo, mostrándole la carta de ese primo lejano, Julián Gutiérrez Gómez, en la que se mostraba dispuesto a acogerlo y darle trabajo en Buenos Aires. Hacía dos meses, le había vuelto a pedir a su madre que le escribiera, mientras ella le limpiaba las heridas de la última paliza de su padre. Esa vez, su madre accedió a sus súplicas; tal vez, ella se había convencido también que lo terminaría matando de una de esas palizas, cada vez más salvajes. Cuando, esa tarde, ella lo llamó a la cocina y la vio con la carta en la mano, sintió alivio, exhaló profundamente, y dejó salir una parte de la tensión y el miedo que sentía constantemente. Le prometió volver, al abrazarla. Sintió las lágrimas llenarle los ojos, y las convulsiones del llanto a penas audible de su madre. El alivio se le mezcló entonces con la pena y sintió lo mucho que la echaría de menos, y se prometió también a si mismo volver.
Los preparativos fueron rápidos, llevaba tanto tiempo imaginándolo que ya estaba todo medio organizado en su cabeza. No se despidió de su padre. Sus dos hermanas eran demasiado pequeñas para entender que se iba. Había poca gente de la que despedirse. De su madre lo hizo al salir de casa.
Fue un viaje largo y tedioso. Se embarcó en Gijón rumbo a Buenos Aires, con una maleta llena sólo a medias, la carta de Julián Gutiérrez Gómez y tan poco dinero que no le habría bastado para pagar el abrigo a cuyo forro iba cosido. 
Pasado la primera semana, se instaló el tedio. Habían desaparecido la emoción y el sentimiento de aventura, y se había acostumbrado, como los demás, a la vida rutinaria del barco de días casi iguales, de conversaciones repetidas sobre hacerse rico, volver a España, la abundancia de la Argentina. Sin embargo, lo que seguía recordando más intensamente del viaje, tantos años después, era la sensación de seguridad, de haber dejado atrás las palizas y el miedo. Tardaría muchos años en volver a sentirlo, cuando volvió en los pliegues de aquel sueño recurrente.
Desembarcó el 28 de septiembre de 1910, directamente al Hotel de Inmigrantes, donde los verificaron, revisaron, clasificaron.
Al bajar del barco, se sintió nuevo y adulto, señor de si mismo, capaz de todo y con ganas de hacerlo todo. El optimismo de un hombre 14 años sintonizó sin esfuerzo con el optimismo adolescente que había inundado la ciudad con las celebraciones del primer centenario del país y el comienzo de la primavera. El país no tenía límites y Valentín se sentía de ese modo.

El Español del Sur. Prólogo.



Desde la esquina de enfrente, Ramón se lo quedó también mirando unos segundos; los suficientes para darse cuenta de que, aunque le resultaba familiar, no conocía a Valentín. Después, se despidió expedito y enfiló hacia Alsina y San José, pensando ya en la partida, pero sin dejar de darle vueltas a los preparativos del viaje.

Valentín, en la puerta del café, volvió a mirar a la esquina del Español, extrañado por la sensación de familiaridad con ese hombre al que no había visto nunca. Sólo vio ya la espalda de Ramón y su ligero rengueo, con lo que se decidió a cruzar la Avenida de Mayo, intentando ocupar la cabeza en otra cosa y arrepintiéndose, como cada vez que iba al Iberia, de aceptar reunirse con esos nostálgicos ciegos, escuchar sus cábalas absurdas, que no hacían más que mantener una agónica esperanza, fría, fina y constante, como la llovizna de Oviedo. Se prometió, como cada una de las veces anteriores, no volver a aparecer por allí.

viernes, 30 de mayo de 2014

Vuelta



Terminó marzo, pasó abril, mayo se está acabando. Hemos seguido teniendo una primavera suave, luminosa, un anticipo del verano con noches frescas, a pesar de estos últimos días lloviosos y casi fríos, que nos hacen esperar hasta el 40 de mayo al deseado infierno.
Como intuí, las flores siguen a mi lado; y sólo las flores.
El tiempo ha pasado. No diría que volando, porque siento haber exprimido los días, las noches, agotadas sus horas y agotado yo. Ha pasado, eso sí, ligero.
El paso del tiempo es elástico; los mismos 5 minutos duran lo que dura la intensidad de la experiencia. Es elástico en su percepción, pero intangible y rígido en su duración. No hago más que luchar en vano contra eso, sin horas en el día para hacer lo que debo y lo que quiero, y con la impresión de ni llegar, ni dar a basto. Siento que corro frenético a diario para no perder un tren a punto de salir. Cierto es que gran parte de esto es porque quiero tener a los flores todo el rato conmigo y hago huecos donde no los había, y porque, más allá de mi voluntad, el trabajo me absorbe más de lo que debería. Mis horas dan menos de si, porque he mudado mis prioridades y han aumentado mis deberes. Hay un desajuste entre mis deseos y mi capacidad. 
Hay momentos en los que me pregunto si no estoy cayendo en viejos hábitos que pensé superados, en trampas mohosas y oxidadas. Hay momentos en los que siento que estoy tejiendo con mimbres nuevos viejas jaulas con filigranas. Hay momentos, sin embargo, en los que veo mis contradicciones, en los que no veo ni trampas, ni jaulas, ni mimbres, sino que reconozco que tanto me gusta estar solo, hacer mis planes conmigo mismo, como estar rodeado de gente, hablando, bailando, mientras pasa el tiempo, o dejándolo pasar con alguien en particular, que cada ve me gusta más. En el viaje aprendí a dejarme llevar, a mirar el vuelo de una gaviota o al horizonte mientras amanecía sobre el Pacífico. Aprendí a llegar llevado por la fuerza de la marea, sin necesidad de agotarme braceando. También es posible, como siento muchos días al final de la jornada laboral, agotarse dejándose llevar, arrastrado por una corriente deontológica. Pero, claro, también dejarse llevar produce el efecto contrario, cuando quien arrastra no es una fuerza externa, sino otra que crece dentro, que sorprendentemente crece dentro y que sigue sin tener nombre: sigue siendo un cono de dulce de leche, una montaña milagrosa en la palma de la mano de un niño o de esa parte de mí que, a pesar de todo, se deja sorprender. 

domingo, 23 de marzo de 2014

Marzo


En este marzo que mayea, con una primavera adelantada, dulce y suave, que es un regalo en esta ciudad de supuestos 9 meses de invierno y 3 de infierno, me encontré entre las piñas y las flores.
Las flores me embriagan, me hacen perder el control y vivir la fluidez del momento. Son este adelanto dulce y suave de la primavera, son las promesas de frutos futuros, son el sol que me calienta.
Las piñas son igual de dulces que las flores, pero esconden lo mejor de si mismas debajo de una corteza áspera: Otro sol, que calentó los días grises y lloviznosos, que tanto le gustan a Eva y a Julian, de un invierno clemente. Pero no tienen más promesa, no tienen otra continuación, que la podredumbre de los frutos demasiados maduros. 
Las flores no esconden nada. Son como se presentan. Se dan enteras desde el primer momento.
Las piñas son ya el fruto, la atracción de los sentidos, la química de los cuerpos.
Las flores hacen soñar a los sentidos y sentir los sueños. Son todas las promesas. 
A marzo, le sucederán las mil aguas de abril (molestas y nunca poéticas para los cuerpos impacientes). Seguirá mayo, con la amenaza de marcear. Siento que para entonces, sólo quedarán las flores y sus promesas plenas. 

sábado, 15 de marzo de 2014

Dulce


Separando la paja del heno, una noche, en la que iba dando vueltas que eran tumbos, me encontré una aguja.
No, no una aguja, no; porque los agujas pinchan y hacen daño. Lo que yo encontré, y entré con gusto al trapo suyo -para dejarme seducir- es un cono de dulce de leche.
No, tampoco es un cono de dulce de leche, porque, si bien es igual de dulce, no se acaba en dos bocados. Me produce, eso sí, el mismo placer de la plenitud en la boca, al quebrar la cubierta de chocolate y morder lo que en mi infancia me parecía el milagro de una montaña en la palma de mi mano.
Es raro de encontrar como una aguja  en un pajar y dulce como un cono de dulce de leche. Es mejor que esas dos cosas. Todavía no tiene nombre.
Es la primavera. Es el azul manchego del cielo de Madrid. Es ser y estar y no moverse. Es cambiar y ser y estar donde se quiere. Donde el corazón te lleve. Donde el corazón me lleve. 

lunes, 10 de marzo de 2014

Servicios


Los servicios de las estaciones de trenes me traen recuerdos de un pasado distante. Han cambiado: diría que ahora huelen más a la mezcla aséptica de amoníaco y cloro de los sex-shops y algunas saunas. Han desaparecido casi por completo los dibujos obscenos y, sobre todo, las solicitudes de contactos, que eran como mensajes en unas botellas encalladas en sus bisagras, lanzados por unos náufragos varados en la isla desierta imaginaria de su deseo y el secreto.

Los servicios de las estaciones de trenes son mejores ahora que en aquella pasado distante, y están más limpios, como también es mucho mejor que hayan casi, casi desaparecido, por innecesarias, esas solicitudes de contactos. Imagino que sigue habiendo náufragos, aunque muchos menos, porque las circunstancias de cada uno pueden moverse independientemente de los cambios en la sociedad y en las leyes, y la represión y el oscurantismo (el siniestro pasado de Cernuda) se llevan dentro.

Todo eso me vino a la cabeza el sábado pasado, mientras espera en Atocha a que llegara Mario, para coger un tren a Ciudad Real, a donde fuimos a ver a Miguel Poveda, que actuaba allí esa noche. El concierto fue impresionante. Sin embargo, y a pesar de que Miguel Poveda es una de mis nuevas obsesiones musicales, lo mejor de ese viaje, y de esa noche, fue el tiempo que pasé con Mario, al que conozco y quiero desde el Orgullo de 2001. Hablamos de arte, de nuestros trabajos, nos reímos de nosotros mismos, nos contamos nuestras penas y alegrías sentimentales. Le conté las historias bonitas de mi vida sentimental y le confesé algunos de los errores de los últimos meses en los que se reconoció sin problema, para advertirme que más me valdría hacerme a las reglas del juego, a los síes a medias, a los corazones azules, a los noes definitivos.

Le conté también que había dejado de usar las aplicaciones de contacto del teléfono, y las páginas en Internet, que son, en parte, el trasunto de esos mensajes de las estaciones de trenes que recuerdo, y que dejar atrás el mundo virtual, que no se me da bien y me termina produciendo ansiedad, más que propiciar o facilitarme los ligues, fue una liberación. Me gustaría decir que lo decidí después de darme de que son una pérdida de tiempo, un espejismo de conexión con los otros en un mundo desconectado, de que el mundo está lleno de gente extraña –incluso nosotros mismos- y que nada garantiza que del otro lado esté quien dice estar, que en el mundo virtual aflora la parte menos amable y más retorcida de todos nosotros. No fue así, borré Grindr, dejé Manhunt, por la razón equivocada, por las promesas de arena de T. Pero, si bien está lo que bien acaba, bien está también lo que nos hace desembocar en un lugar de más calma y con mayor aliciente para relacionarnos con los otros. La conexión con los demás sólo puede ser física, corpórea, real. De hecho, si hago memoria, casi todos los chicos con los que me he cruzado desde que volví a Madrid los he conocido en una fiesta, en un bar, en una discoteca, en la calle. Tendría que haber caído en eso antes y en que, si me paro a pensarlo, las relaciones del mundo virtual, como los servicios de las estaciones de tren, me traen recuerdos de un pasado distante, cuya isla imaginaria de deseo y silencio dejé atrás hace mucho. Será por eso que no se me dan bien.

domingo, 16 de febrero de 2014

Riesgos


Cuando escribes (un blog), corres varios riesgos. Entre otros, agobiarte porque no sabes qué escribir para la siguiente entrada y terminar publicando una chorrada; publicar una entrada más bien de trámite, porque sientes que hace demasiado que no subes nada; escribir algo íntimo y no atreverte a publicarlo.
Al primero de los riesgos, aprendí a sortearlo después de unas cuantas malas entradas en la primera vida de este blog. Los otros dos, pensaba que también estaban superados.
Durante el viaje, cuando tenía todo el tiempo del mundo para mi solo, las entradas fluían casi solas y en todas tenía algo que contar, aunque fuera el tono del mar en ese momento, y en todas hablaba de mi y lo publicaba sin pudor.
Ahora tengo las mismas horas, pero no son todas mías. Mi vida es, además, más compleja, ya no se trata de ir de un lado al otro, trazar un recorrido sobre pasos imaginados antes, en la habitación de un adolescente solitario. Ahora, mi vida está llena, sobre todo, de gente y, cuando tratas con otros, siempre corres el riesgo de terminar escribiendo algo tan íntimo que te dé pudor publicarlo.
Con la que sería la segunda entrada de esta etapa madrileña, me han pasado las dos cosas: escribir una entrada de trámite y escribir una entrada íntima.
La primera contaba en lo que había ocupado mis días fuera del trabajo; es decir, mis noches y el fin de semana. Hablaba de las obras de teatro que vi, a la que fui con Elena y Ricardo y a la que Oscar se dejó amablemente arrastrar. Del aperitivo que me tomé con Paloma, en la continuación de un reencuentro inesperado, después de 18 años, que estoy disfrutando mucho. De la accidentada fiesta de cumpleaños de Aitor y de la hora que pasé hablando de música con Julián en la cabina del Poly. De la comida familiar con Miriam y su familia. De la cena de Javier, que esta semana cumplió 28.
También hablaba de M, y de los dos otros tíos que desde mi regreso a Madrid han sido más que un polvo (o dos) y, de esta forma, la entrada de trámite se enlazaba con la otra, con la íntima, la del pudor. No es porque hablase de sexo o porque comparase mi vida sentimental con un tiovivo y, a mi mismo, con Linda Lovelace, sino porque terminaba reconociendo que caí en el juego de manipulación de uno de esos otros dos chicos. Me quedó una buena entrada, aunque me dejara llevar un poco por el efecto dramático. Como comentó mi padre en la anterior entrada: escribir es una buena manera de gestionar la angustia. También sirve para saldar cuentas.
Así que, ahí va. 
He de confesar que soy enamoradizo, que me comporto como un insensato y me lanzo sin reflexionar en cuanto siento que hay una conexión, cuando alguien me gusta y el sexo funciona. Debería ser, tal vez, más utilitarista y frío, como soy capaz de serlo en otros aspectos de mi vida. Pero no, si conozco a un tío, y me gusta y funciona, mi tendencia es a seguir viéndolo. No obstante, no quiero abandonar la soltería tan poco después de recuperarla. Sé que es contradictorio y seguramente tengo alma de funambulista, pero la alternativa, que establece una serie clara, y jerárquica, de categorías, desde el polvo anónimo al marido, no me gusta mucho y no se ajusta a mi vida; y no estoy dispuesto a ajustar mi vida a ningún tipo de categoría o clasificación.
Esta tendencia de la que hablo tiene sus riesgos. No todo el mundo tiene las cosas claras. No todos los tíos con los que me he cruzado, por decirlo con un eufemismo, sabían lo que querían y lo que no querían. Y yo no sé tratar mal a la gente, no me gusta hacerlo. La buena educación se confunde con interés o con debilidad.
Por añadidura, me creo lo que me dicen, posiblemente porque no me gusta hablar por hablar y decir lo que no siento. Y si quien me habla es un chico guapo, aparentemente desvalido y perdido, en busca de dirección y, de algún modo, redención, no sólo me lo creo, sino que siento revolverse dentro de mi un príncipe de cuento, dispuesto a atravesar un bosque oscuro y enfrentarse al dragón, sin importarle terminar convertido en un sapo. Un príncipe de cuento o una princesa intrépida, que siempre nado entre esas dos aguas. Redimir, ser redimido ejercen una atracción poderosísima sobre mí: Es parte de mi neurosis, la mía personal y la familiar.
Al muy poco de llegar a Madrid, tuve una salida en falso, un polvo en seco. Fui capaz de abstenerme de entrar en el juego que ese chico me ofrecía. Ese chico necesitaba, más que salvación, que lo pusieran en su sitio, y necesita dejarse de vivir como una víctima, pero no me toca a mi hacerlo o, mejor dicho, no tuve las ganas de ponerlo en su sitio -porque ese tipo de cosas me salen a medias mal- y sólo él puede darle vuelta a su vida.
Me sentí tan seguro de mi mismo, tan en control, cuando me vi dejando pasar la oportunidad de entrar en ese juego neurótico, que pensé que ciertamente había aprendido algo del pasado (remoto) y bajé la guardia. Quedé así a punto de nieve para cruzarme con un pequeño manipulador y creerme todas las cosas bonitas que me decía. Pasó hace ya unos meses, y dejamos de vernos a finales de noviembre, pero hay gente que no termina de salir de tu vida, como dice la canción. Bien es cierto que el grado de separación, en el pueblo del Madrid marica, es mínimo y revoloteamos por los mismos sitios, pero, por ahora, cada vez que pongo distancia y siento que ya está en el pasado, reaparece de una manera u otra y me desbarata. Evidentemente, mucho de todo esto se debe a que me lancé sin estar preparado y enfrente tenía a alguien para quien las palabras tienen poco valor. Al poco de conocerlo, cuando aún yo intentaba frenar las cosas, aunque sin querer cortar nada, le dije que sólo me importaba que fuera sincero; él me dijo, poco después, que quería dejar de mentir. Tendría que haberme olido que por ahí me iba a pillar. Tendría que haber caído que había caído en la trampa.
No por esta magulladura cardíaca me he encerrado o he dejado de cruzarme (me gusta el eufemismo) con otros tíos, incluso he conocido alguno que vale la pena y, de hecho, sigo viendo a M, que es, desde hace más de dos meses, un elemento relativamente fijo en el tiovivo de mis vida sentimental.
Pero me jode profundamente haberme dejado engañar y, cada vez que reaparece, siento que se me agotan los recursos para olvidarlo.

martes, 4 de febrero de 2014

Pepa



Al poco de volver a Madrid, aún acogido por David en su casa, mientras regaba las plantas de la terraza con la manguera, me sentí como Pepa Marcos.
Han pasado los meses, me he instalado, y Pepa sigue presente.
Paso de vez en cuando por Montalbán 7, y espío la portería. He cogido un mambo taxi, con una taxista con la que hablé de psicología masculina. He hecho gazpacho, pero sin aderezarlo con calmantes. He esperado una llamada. Me han mentido y me he creído las mentiras, y ojalá le hubiera dado en la nuca a alguno, al tirar uno de mis discos de vinilo por la ventana.
Todavía no le he prendido fuego a la cama, al menos no literalmente, pero me queda aún mucho tiempo en Madrid.
Más que todo eso, sin embargo, Pepa es el leiv motiv porque "Mujeres" muestra un Madrid, un país, optimista y alegre, que puede parecernos perdido, pero que podemos recuperar y que yo no siento tan lejano. Veo la ciudad abierta y viva, en efervescencia, aunque pueda parecer en ocasiones la efervescencia febril de una ciudad asediada. No se me escapan la dificultad de la situación, ni el cabreo, ni la impotencia que producen la mentira y el espolio de unos gobernantes que desprecian el interés general en beneficio propio y de sus amos.
Sin embargo, estoy contento, muy contento. Esta vuelta a Madrid ha sido mejor de lo que esperaba. Madrid es conmigo un amante generoso y nada rencoroso, que sólo se ha fijado en cuánto lo he echado de menos para acogerme de nuevo; sin preguntas y sin reproches.
Después de más tiempo del que quiero recordar, estoy donde quiero estar y no tengo ni prisa, ni planes de moverme. Creo que escribí aquí, no hace tanto, que se me han quitado las ganas de viajar: estoy demasiado a gusto y hay demasiadas cosas que hacer como para irme. "... los lugares deben ser amados por sus cosas buenas."
Dejando de lado el trabajo, aunque debería decir que hacía muchos años que no estaba tan contento en el despacho, esta nueva vida en Madrid está llena de amigos, teatro, lugares conocidos y nuevos, algunos hombres y tanto sol como había echado de menos y este cielo de un azul tan único. Sin duda, tengo más de lo que merezco.
Este blog ha tenido ya dos vidas. La primera, introspectiva y de recuperación de la memoria, durante mi anterior paso por Madrid y los primeros tiempos en Londres. Revivió con la excusa de mi viaje por el Pacífico, para el que le nació un mellizo anglófono. Me tienta retomarlo otra vez, aunque mi amiga Elvira me diga que tengo dejarme de pamplinas.
No hace mucho, Ricardo me animaba a retomar el blog, aunque hubiera dejado de viajar, con el argumento de que "lo exótico está aquí", aquí en Madrid.
No tengo claro que mi vida en Madrid sea tan exótica como Palau o Tonga. Imagino que es una cuestión de punto de vista y, por eso mismo, se puede argumentar que no tiene nada de extraordinaria.
Aún así, me tienta contar lo que hago y me pasa en Madrid, los días y las noches, aunque me produce cierto pudor hablar de las conquistas, los desengaños, los momentos en que he sentido la aceleración de los latidos de mi corazón e, inevitablemente, su ligero encogimiento ante una desilusión. Sin embargo, más perdería no intentándolo.