Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


viernes, 21 de noviembre de 2008

20 de noviembre

El primer verano que pasamos en España, el del 80, vino a visitarnos mi abuela paterna durante 2 meses. No tengo muchos recuerdos concretos de ese verano, aunque sé que hice un viaje organizado con ella por Andalucía y que toda la familiar (mis dos hermanas, nuestra abuela, nuestros padres y yo) veraneamos en Vigo. Lo que sí recuerdo bien fue la parada que hicimos en el Valle de los Caídos a la vuelta de una excursión desde Madrid a El Escorial.

Mi abuela insistió mucho en ir. Mi padre cedió a su insistencia, aunque la visita a un símbolo fascista no le hacía ninguna gracia. Mi madre medió entre ellos, poniéndose de parte de su suegra, con la que siempre se llevó de maravilla, considerando más importante satisfacer los deseos de mi abuela, que atender a las objeciones de mi padre.

Las razones de mi padre era claras. Unos quince años antes, cuando repartía su tiempo entre la Facultad de Medicina y el contrabajo en los cabarets del Bajo, había militado en el Partido Comunista argentino. Felizmente, dicho sea de paso, antes de acabar la carrera lo expulsaron del Partido por heterodoxo y, poco después, un compañero de clase, que era en realidad un infiltrado de los servicios de inteligencia, destruyó su ficha de subversivo, con lo que, seguramente, le salvó la vida diez años después, en las primeras oleadas de desapariciones, tras el golpe del 76.

Además, mi padre tenía razones sentimentales para no querer ir al Valle de los Caídos. Su padre, que dejó España en 1908, con 14 años, escapando de la conscripción para la guerra en África, vivió con desesperación la Guerra Civil y la derrota de la República. En abril del 39, guardó en un cajón su pasaporte español, junto con sus ganas de volver a España, y prometió que no volvería hasta que volviera la República. Mientras tanto, aceptó que no tenía otra patria que la Argentina. Mi abuelo murió en 1974 y nunca volvió a Oviedo.

Curiosamente, mi abuela quería ir al Valle de los Caídos, precisamente, por la memoria de su marido.

Mi padre se quedó en la puerta de la Basílica; creo que mis hermanas y mi madre entraron. Yo entré con mi abuela. Sólo he estado allí esa vez y mis recuerdos no son claros. Creo recordar el contraste de luz y temperatura al entrar y dejar tras la puerta una tarde radiante y calurosa de julio en Madrid. También recuerdo el tamaño del espacio y, según nos contó alguien, esa parte sin consagrar y separada del resto por una valla metálica, que hace que la Basílica no sea más grande que San Pedro del Vaticano.

Pero lo que de verdad recuerdo es que mi abuela dejó para el final de la lápida de Franco. Nos acercamos, me hizo leer la inscripción. Cuando terminé, y sin previo aviso, levantó el pié derecho sobre el cordón de protección, y pisó la lápida, diciendo "Ahora te piso yo". Tras lo que se giró hacia mi y me dijo: "Tu abuelo no volvió nunca a España porque se murió antes que Franco, por eso lo piso ya ahora, en su nombre".

Entendí a medias lo que me estaba diciendo. En esa época, aún aprendiendo a vivir en España, no tenía una imagen clara de Franco y no sabía casi nada de la historia de mi abuelo, además me costaba casar lo que me decía mi abuela con el hecho de que mis otros abuelos viajaban regularmente a España, desde mediados de los 50.

Pero recuerdo con muchísima claridad su zapato derecho, negro y de medio tacón, sobre la lápida de Franco. Fue uno de los primeros momentos en los que fui consciente de que la realidad tenía pliegues, en los que se esconden otras realidades, y que solamente conocía una parte pequeña de la historia de mi familia. Además, empecé entonces a intuir que cuando mi padre hablaba de la Revolución de Octubre, la II República y la Guerra Civil, de Hipólito Yirigoyen, Perón y de la dictadura en la Argentina no me estaba dando una lección de historia, como yo pensaba, sino que me estaba hablando de si mismo y de mi.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Maximiliano. Epílogo

Max y Enrique siguieron en contacto a través del correo electrónico y, esporádicamente, por teléfono. Para Enrique, Max se fue transformando en un buen recuerdo, capaz de levantarle el ánimo y hacerle sonreír. A veces, fantaseaba con que las cosas hubiesen sido distintas y que, a ese fin de semana en Bruselas, le hubieran seguido otros. Incluso, más de una vez, se le cruzó la idea de ir a verlo a Los Ángeles, pero todas las veces terminaba por desecharla, porque no estaba seguro de que Max lo estuviera esperando. Sin embargo, siempre le quedaba la duda. Hasta que, casi un año después, surgió la oportunidad de volver a verse.

Enrique recibió un mensaje de Max, contándole que estaría en Madrid, por trabajo, en un mes. A Enrique le faltó tiempo para contestarle que tenía muchas ganas de verlo, ilusionado por la idea de volver a ver a Max. También le ofreció que se quedase en su casa, pero Max, que viajaba con unos compañeros de trabajo, prefería quedarse en el hotel que le pagaba su empresa.

Quedaron en el hotel de Max, para ir a cenar primero, con la idea de darse tiempo para que reapareciera la magia. Enrique llegó a la hora en punto, incapaz de controlar su excitación y muerto de ganas de subir directamente a la habitación de Max. "Baja enseguida" -le dijo, tras colgar el teléfono, la chica de recepción mecánicamente, aunque Enrique hubiese jurado que le sonreía con complicidad, capaz de intuir sus nervios y expectativas.

Al ver salir a Max del ascensor, durante una fracción de segundo, pensó que no era él, como si no lo reconociera del todo. "Tendría que haberle hecho fotos" -se sorprendió de pensar. Pero estaba tan contento y la sonrisa de Max era tan sincera y cálida, que dejó de pensar y se rindió -otra vez- a los brazos de Max, aunque no se atrevió a proponerle que se olvidaran del restaurante y subieran directamente a la habitación, que era lo que de verdad le apetecía en ese momento.

De camino, Enrique se fue tranquilizando y evaluando los cambios que creía ver en Max. Estaba más fuerte -lo que era bueno- y le seguía viendo algo raro en la cara -lo que lo desconcertaba-, aunque sus ojos continuaban siendo del mismo verde que lo había conquistado un año antes.

El principio de la conversación fue algo torpe, pero, al llegar al restaurante, ya habían recuperado la fluidez. Enrique estaba muy contento y sentía que a Max le pasaba lo mismo. Se sorprendió de la multitud de cosas que, de pronto, quería contarle y de las ganas con las que escuchaba a Max hablar de su trabajo y de su vida en Los Ángeles. Descubría así nuevas cosas de Max, como su afición a los caballos, que era algo vanidoso, que estaba muy volcado en su carrera y era ambicioso. Al terminar de cenar, Max le dijo, como de pasada, pero consciente del impacto de sus palabras, que tenía una oferta de trabajo en Madrid y que, tal vez, la aceptaría. Enrique sonrió, sorprendido y sin saber qué decir.

De vuelta al hotel, Max volvió a mencionar la oferta de trabajo en Madrid. Enrique, totalmente entregado al momento, le dijo lo mucho que le gustaría tenerlo en la misma ciudad, mientras volvía a pensar en el destino y las vueltas que los dos habían dado para estar en ese momento juntos en Madrid y tener, tal vez, una posibilidad de futuro.

Subieron juntos a la habitación de Max. Después de un año fantaseando con un reencuentro, Enrique era demasiado consciente de que estaba sucediendo como para dejarse llevar. La excitación de volver a estar con Max en la cama era más fuerte que la excitación de su cuerpo. Fue un buen polvo, pero algo mecánico, menos íntimo que los de Bruselas.

Al volver del baño, sintió cierta incomodidad y resurgieron sus dudas. Max estaba muy hablador y empezaba a hacer planes -ni del todo en broma, ni del todo en serio- para su mudanza a Madrid. "Me mudo contigo, a tu casa, claro" -dijo, con su mejor sonrisa, lo que acrecentó las dudas de Enrique. En ese momento, fue cuando creyó descubrir aquello que le desconcertaba al mirar a Max. "¿Se ha operado la nariz?" -pensó, pero fue incapaz de preguntar, y se sintió como un idiota al instante. En su interior, se alzaban los puentes y cerraban las puertas, ante la posibilidad de realización de su fantasías sobre Max y él del último año. Se abrazó a Max, que había dejado de hablar; eso le ayudó a tranquilizarse. Quería dejarse llevar por la sensación de estar abrazado a Max, que el contacto de su piel disipara las dudas y recortarse la distancia que crecía entre ellos. Se durmió pensando que, por la mañana, vería las cosas con más calma, que se sentiría contento porque Max quería mudarse a Madrid y que el polvo que echaran al despertarse les permitiría recobrar la ilusión.

Pero a la mañana siguiente no follaron. Ninguno de los dos se mostró dispuesto a dar el primer paso. Enrique intuyó que Max compartía sus dudas y que tampoco para él el reencuentro había estado a la altura de sus expectativas. Se despidieron sin planear volver a verse. Max se iba de Madrid esa noche y no parecía cómodo con la idea de que Enrique fuera al aeropuerto a despedirlo, delante de sus compañeros de trabajo -a Enrique le molestó pensar que, debajo de esa apariencia de seguridad, Max se escondía parcialmente en el armario.

Se pasó todo el día pensando en lo que había pasado. A ratos, sentía ganas de llamar a Max, proponerle que se volvieran a ver dónde fuera, para poder hablar de sus sentimientos -algo que se dio cuenta que no habían hecho- y solucionar los problemas. A ratos, pensaba que se habían equivocado al volver a verse, que no tendrían que haber intentado recuperar el pasado. En su memoria, pensó, ese fin de semana en Bruselas era perfecto y completo, diríase articulado por una lógica -romántica y circunstancial-, que le daba sentido a cada detalle, a todas las miradas, a cada beso. Era imposible que el reencuentro en Madrid hubiese estado a la altura, porque para Madrid el destino no había escrito ningún guión y los dos se habían encontrado perdidos, sin más actuación posible que la realidad de dos tíos algo desconcertados, al darse cuenta que, a pesar de las aparentes promesas de un año antes, se conocían poco, no tenían muchas cosas en común y empezaban a dudar de que el otro les hubiese gustado tanto como creían recordar.

El viernes, quedó con Tomás para tomar una copa y contarle todo. Aunque desde hacía unos meses no lo veía con frecuencia, Tomás seguía siendo su mejor confidente. Poco antes del verano, Tomás se había enamorado perdidamente de un estudiante de Físicas y, desde entonces, su vida se organizaba de acuerdo al calendario universitario, las fechas de los exámenes, los plazos de entrega de las proyectos. Enrique nunca lo había visto tan feliz y, pensando en el contraste entre la seguridad de Tomás al ponerse a salir con ese chico y sus dudas ante Max, consideraba que no había nadie mejor para ayudarle a aclarar las cosas.

Tampoco le hizo falta aclarar demasiado. A medida que se lo contaba a Tomás, se iba dando cuenta de que se había equivocado al olvidar que los amores de verano, aunque ocurran en marzo, son mágicos porque nacen sin tiempo y sin futuro. Es más, sentía que el Max que había vuelto a ver ni era el mismo de Bruselas, ni le llegaba a la altura. Empezó a hacer bromas sobre el fiasco del reencuentro, sobre todo sobre la nariz operada -posibilidad que fascinaba al novio de Tomás- y el Max de Madrid pasó, así, a engrosar la lista de "intentos fallidos".

Sin embargo, el recuerdo de Bruselas mantenía intacta toda su fuerza. Desde el otro extremo de la barra, un chico rubio lo miraba con insistencia. Enrique le devolvió la mirada y subió la apuesta con una sonrisa, antes de acercarse a hablar con él. Algo más tarde, al ir a besarlo por primera vez, Enrique pensó en Max, al decirse que Jorge, que así se llamaba el chico, le gustaba mucho, aunque no tuviese los ojos verdes.

jueves, 13 de noviembre de 2008

"Ortogay"

Eso me llamó hace años, en una cena, una chica al ver que su flirteo no daba resultado. Lo que me dijo exactamente fue "¿Pero tú no serás ortogay, verdad?", dando por entendido que eso era un rollo pasado de moda y que ella, por su parte, no era "ortohétero".

Me hizo gracia la palabra y terminé por asumirla. Me viene siempre a la cabeza cuando estoy en un ambiente "ortohétero" y me aburro, ya que considero ese aburrimiento como una prueba (más) de mi ortodoxia.

Nací demasiado tarde para participar en la "liberación homosexual" de los 70. Mi despertar sexual "adulto", por precoz que fuera, no se produjo hasta mediados los 80 -me acosté por primera vez con un tío en el 87. Sin embargo, siempre he tenido como punto de referencia esa primera etapa, desde la explosión de rabia y alegría del 69 al terror del SIDA de principios de los 80. Desde una perspectiva contemporánea, esos años establecen el paradigma -las reglas, la ortodoxia- del homosexual, en la sociedad occidental actual. Por cierto, hay un documental estupendo, aunque no para todos los públicos, sobre esa época. En todo caso, en mi adolescencia, aunque escondido y de forma oblicua, esa época era la única referencia.

Por otro lado, si bien no elegí que me gustaran los tíos, sí terminé eligiendo qué hacer con eso y qué vida llevar. Podría haberlo negado o podría haberlo reducido a su más casto mínimo, pero decidí, porque así siempre he entendido yo la parábola de los talentos, liarme la manta a la cabeza y abrazarlo. Sino, según lo veo yo, estaba reduciendo mis posibilidades de tener una vida plena y valiosa. De esa manera, cobraron coherencia muchas cosas de mi vida, ya no sólo la atracción por los hombres, sino cosas inconexas, como mi devoción por Barbra Streisand o Liza Minnelli o mi desinterés por los deportes de equipo.

Todo lo anterior -me temo que he leído, y asimilado mal, demasiada teoría "queer", constructivismo y filosofía barata- es para contar lo muy "ortogay" que me sentí el viernes pasado, cuando acompañé a mi santo, por cuarta o quinta vez, a la cena anual de su empresa. Evidentemente, cuando a uno le da por la ortodoxia, se vuelve un poco intolerante.

Como las otras veces, la parte más entretenida es al principio, con las presentaciones, cuando alguien me pregunta por qué estoy allí y le contesto que soy la pareja de M. Es todo muy educado y yo lo digo con delicadeza -no como aquél que, en situaciones parecidas, se presentaba como el sex partner de su novio-, así que las reacciones son educadas y medidas, aunque siempre sea posible adivinar el proceso mental del interlocutor, mientras intenta poner todas las piezas -incluidos los rumores que haya oído- en su sitio.

Pero el resto de sarao me suele aburrir bastante. Justo después de la cena, empieza el baile, que, por supuesto, tendría que divertirme. Pero no así. Por un lado, el modelo es un poco como de "discothèque" parisina de los 60, donde se bailaba en pareja -chica y chico-; por otro lado, la música mezcla esa música disco infame que hicieron Kool & The Gang -sobre todo hacia el final- o Boney M -siempre-, con alguna de mis canciones más detestadas, como "Time Of My Life". El viernes pasado, salvaron la noche, he de reconocerlo, "Good Times" y "Reach" (lo mejor y lo peor de lo mejor). Un problema adicional fue que, el viernes, me tocó bailar con K, una amiga de M, estupenda, adorable y divertidísima, pero que considera que "bailar agarrao" es una excusa para ejercer la violencia física, por lo que se pasó todo el rato zarandeándome y pegándome pisotones. Por suerte, se cansó pronto.

Así que, magullado, busqué a M en la zona de la barra, llena de gente, ya borracha, bebiendo. Yo bebo poco -lo que es un defecto- y no soy capaz de seguir el ritmo. Estar sobrio rodeado de gente cada vez más borracha es entretenido hasta cierto punto. El viernes pasado, para mi, ese punto fue cuando unos ojos azules de 26 años -muy monos, pero con novia- empezaron a hablarme de la influencia de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Justicia en el sistema jurídico británico. Los primeros 5 minutos fueron soportables -de hecho, no le hacía demasiado caso-, pero los 10 minutos siguientes fueron un tedio. Me salvó un abogado español, colega de M, que se acercó a hablar con nosotros, atraído también por los ojos azules y dispuesto a hablar de lo que fuera, aunque la novia del chico -más bien feúcha- estuviera vigilando.

Fue entonces, ya algo cansado, cuando empecé a pensar en las alternativas a esa noche, desde haberme quedado en casa -hacer la cena, ver la tele-, hasta estar en Vauxhall, dando botes en una discoteca -oscura, sudorosa, ensordecedora- , y, lo cierto, es que todas ellas me parecían más atractivas. No me sentía con fuerzas ya para volver a explicar a qué me dedico en Londres o a escuchar historias de bebés y colegios o a tener que dar mi opinión sobre el traje horroroso de una pobre chica de la que todos se ríen. Hubiese tenido fuerzas, tal vez, para explicar porqué se están cargando la noche -y el día- en Ibiza o para escuchar algún chiste obsceno o para dar mi opinión sobre las faldas escocesas que llevaban un par de chicos; es decir, para algo más gay.

Así que, antes de empezar a poner mala cara, le dije a M que él se quedara, pero que yo me iba a casa, salí, cogí un taxi y, en menos de media hora, estaba metido en la cama. Cansado, con dolor de pies, contento de haber acompañado a M y volver a poner mi granito de arena en aras de la "normalización" y, al mismo tiempo, sintiéndome "ortogay" y un poco intolerante.

En todo caso, sé que el año que viene, el primer viernes de noviembre, volveré a ponerme el esmoquin y a acompañar a M a la cena de su empresa, porque, en el fondo, albergo la esperanza de que, el año que viene, M y yo abramos el baile y que el abogado de los ojos azules haya caído en la cuenta de que, con esa chica, no va a ninguna parte.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Estoy bailando

A estas alturas, ya ha quedado claro que me encanta bailar, ¿no? El rescate emocional, como lo calificó un buen amigo, desencadenado al empezar a escribir este blog, me ha hecho darme cuenta de lo importante que la música es en mi vida y lo muchísimo que me gusta bailar, y eso que ni sé tocar un instrumento, ni he ido a clases de ballet o de baile, salvo un par de veces en un club deportivo gay.

He bailado mucho, desde siempre y en todas partes. Había pensado hacer una cronología de mi vida, que iría desde aquellos bailes "Mata-Hari" en el salón de mis abuelos, a esas mañanas suspendidas en el tiempo, en el "after" de algún "after", oscuro, pegajoso, sudoroso y muy divertido. Pero me parece que sería excesivo y, sobre todo, aburrido. Tendría que encadenar los años y las décadas para ir, desde unas sesiones de discoteca infantil en el YMCA de Buenos Aires a, por ejemplo, una gloriosa mañana de un sábado de verano en la terraza del "Space" de Ibiza. Nada de especial, por otro lado, que a las fiestas del colegio y los bailes en el salón de casa, le hayan seguido discotecas y clubes -sitios fabulosos, clubes legendarios y antros infames-, desde unas sesiones de tarde en "Pachá" a otras tardes, 20 años después, continuación de alguna noche en Londres, Madrid o en alguna fiesta blanca, negra o roja.

Hubo un paréntesis importante: los años de adolescencia que pasé en Vigo. En Vigo, como me dijo un compañero de clase al poco de llegar, "los tíos no bailan". Al menos, en esa época. De hecho, sí bailaban, pero muy tarde, hacia el final de la noche, cuando se justificaba por estar borracho. De pronto, me he acordado de "Tea And Sympathy", una película estupenda de Vicent Minnelli, con una Deborah Kerr maravillosa, pero, al mismo tiempo, una película espantosa de mediados de los 50, centrada en enseñar al protagonista, un chico de 17 años muy sensible llamado Tom Lee, a comportarse como un hombre. No hace falta explicar más, ¿no?

Perdón por la digresión, que, por otro lado, me ha estado bloqueando la continuación de esta entrada durante unos días. Mi intención era seguir hablando de lo mucho que me gusta bailar, exponer mi teoría sobre la continuidad de la música disco en el "house" -siguiendo la idea de Frankie Knuckles de que el "house es la venganza de la música disco"-, mencionar el fantástico libro "Love Saves The Day" de Tim Lawrence y terminar con algún momento sublime en una pista de baile, como bailar "Promised Land" una mañana de sábado en el "Space" de Ibiza, emocionarme hasta casi llorar bailando "That's The Way Love Is" o bailar en una sesión de David Mancuso.

Sin embargo, el recordar el paréntesis que se abrió al mudarme a Vigo me obliga a seguir por otro camino y dejar lo demás para una próxima entrada. Veamos, ese paréntesis es más largo de lo que quería recordar y abarca algunos años más, cuando ya había vuelto a vivir en Madrid, pero seguía sin bailar. No es que dejara de bailar totalmente, seguía haciéndolo en casa, con mis hermanas, en nuestra interpretación particular de los bailes de salón, al son de Frank Sinatra y Glenn Miller, o solo, como aquella primavera en Madrid, enganchado al "Never Gonna Give You Up". Pero fuera de casa, nada o casi nada. El mensaje de que "los tíos no bailan" caló hondo y tardé algún tiempo en rebelarme, ayudó bastante que en Madrid los tíos sí que bailaban, sobre todo en los sitios a los que empecé a ir: alguna vez a "Aire", aunque no lograba descifrar el código de los que revivían cada semana el último "verano del amor", y, bastante más seguido al "Alex" o el "Ras" -que es lo más-, aunque la motivación principal para ir a esos sitios era más ligar que bailar.

En definitiva, lo que ha pasado es que mi idea original para esta entrada me llevaba a construir e interpretar todos esos años bailando desde el presente, dejando de lado aquello que, por decirlo así, rompía la lógica del discurso; de esa manera, hacía como si no hubiese existido ni "Pachá", ni "Oh! Madrid", ni los bares de Malasaña, ni mi época (algo) "grunge". En definitiva, estaba siendo poco honesto conmigo mismo y recreando el pasado para que se ajustara al presente. Por eso, prefiero terminar esta entrada aquí, aunque no sin dejar de añadir el vídeo con el que, desde el primer momento, quería cerrar esta entrada.
Tenía dos canciones candidatas: "Bailar Hasta Morir", en la versión original de Tino Casal o en la versión de Fangoria+Madelman, y "Estoy Bailando", del que ya he hablado, pero no en la versión de las Hermanas Goggi o la (mediocre) versión de las Shimai, sino en la (fabulosa) versión de Nenita Danger y Caprichosi, porque me hace reír y porque, en mi próxima vida, yo quisiera ser una de Las Fellini.