Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


miércoles, 17 de julio de 2013

Madrid

La primera canción que escuché al llegar fue "Perlas Ensangrentadas", justo al salir de la terminal y oler a Madrid en verano.
En el tren a Atocha, viajaba la hermana pequeña de Bibi Andersen. Tienen la misma voz.
En la plaza del Reina Sofía, el olor del verano se mezclaba con el de fritanga. Me paré a desayunar unos churros.
Estoy en Madrid. He llegado. 

miércoles, 10 de julio de 2013

Gaviota

Uno piensa que va a encontrar algo. No sólo viaja para ver o hacer, sino con la expectativa de ver o hacer algo extraordinario; de encontrar una respuesta a alguna de las preguntas que, más que hacernos, intuimos. Tal vez, mirando al horizonte, el vuelo de una gaviota nos dé una respuesta.
Es un espejismo, una engañifa de nuestro cerebro, de nosotros mismos. Es una expresión de nuestra dificultad para asumir de manera íntima y relajada nuestra limitación. Porque esa respuesta, lo es a una pregunta trascendente, claro está. Se trata de darle sentido a la vida y de explicarla.

Llegué a la Isla de Pascua en la mañana de hoy, martes. He dedicado el día a instalarme, dar un largo paseo, mirar a los surfistas del puerto y visitar el museo. 
Me quedo en una pensión.  El dueño es una "gorda líder", lo que tiene sus ventajas, con algo de mano izquierda. Mañana, con otros dos huéspedes (un tasmano de 60 años y un suizo feúcho), nos lleva de excursión en su coche. Pagando, claro, pero más cómodo y personal y menos turístico, al menos en su aspecto, que ir en un grupo organizado. El tío es de aquí y se nota que disfruta hablando de Rapa Nui y diciéndote qué hacer y cómo; sobre todo cómo: si lo dejas, te organiza la vida.
Mi primer impresión está llena de expectativa. En mi paseo, he visto algún Ahu (plataforma ceremonial) y Moai (las famosas estatuas), pero nada que impresione.
Me han impresionado más las olas en la Caleta que hace de puerto. He visto una tienda de surf donde parece que alquilan tablas; el agua no parece estar fría, aunque he venido en pleno invierno.
Durante el día hemos tenido unos 22º y nubes y claros. Ahora, de noche, hace casi frío (llevo pantalones largos, calcetines y una jersey fino).
Estaré aquí 6 días enteros, lo que me tiene que dar a ver bien el parque arqueológico, hacer un par de caminatas y algo de surf. Puede que alguna inmersión, aunque creo que mucho no me apetece.
La Isla de Pascua es una de las esquinas del triángulo polinesio (Nueva Zelanda y Hawaii son los otros dos) y, por ahora, el elemento polinesio se me presenta muy diluido: tal vez porque no hay palmeras y no hace calor; tal vez porque hablo en castellano; tal vez porque la gente parece chilena; tal vez, porque es una frontera y un lugar extremadamente aislado (la tierra habitada más cercana es Pitcairn, a dos mil kilómetros; Chile está a más de cuatro mil, la Polinesia Francesa, algo más cerca). Por otro lado, puede que me esté equivocando de medio a medio y que el problema es que, tan preocupado por ver volar las gaviotas sobre la línea del horizonte, no veo los detalles que me rodean.

Gaviota, gavilán o paloma: http://www.youtube.com/watch?v=VsZZN_R9Lvo

domingo, 7 de julio de 2013

Ánimo

El mundo lo vemos de dentro a fuera. Desde nuestro estado de ánimo. A nosotros mismos, con o sin espejo, nos vemos del mismo modo.
"Objetivamente" significa fuera de si mismo y fuera de cualquiera. Dios nos ve objetivamente. Nadie, nada más.
Vuelvo a pensar esto, después de zamparme un "chucrut" alsaciano en una esquina de Papeete, con vistas a esta ciudad tan fea, que se está portando bien conmigo y me tiene de buen humor. No diría que me gusta, ni que la veo bonita, pero sí que la veo con cierta ternura: es de esas ciudades que no se quieren a si mismas, como diría Almudena Grandes, y no tiene la culpa de que en los 70 de volvieran locos compitiendo por construir el edificio más feo.
Pensé lo mismo, eso de mirar con los ojos del ánimo, también después de comer, el domingo que pasé en Huahine. Miraba la laguna de azules de una belleza que quita el aliento, pero no me encontraba animado y casi no la veía bonita. Me sentía extraño y fuera y aburrido, diría, con un galicismo propio, que "enmierdado", un poco harto de la isla. Al final de ese domingo, mientras salí a cenar, entraron en mi habitación y me robaron los francos d'outre-mère que tenía en efectivo. Ni mucho, ni poco. Lo peor o, mejor dicho, tan malo como que me desapareciera el dinero (tendría que haberlo guardado mejor, teniendo en cuenta que ese día la casa se llenó de gente) fue que los dueños de casa y los otros huéspedes no mostraron ningún tipo de preocupación o simpatía. Como si hubieran escuchado llover. Luego me fui, rellené la cartera de estos billetes de pinta tan antigua, y me dio igual. Digan lo que digan, a veces, la mejor opción es irse y dejar el pasado atrás: espiritual, temporal, físicamente.




sábado, 6 de julio de 2013

Inocente

El mal tiempo canceló mi vuelo del miércoles de Bora Bora a Moorea. Demasiado viento, según dijeron. 
Después de darle un par de vueltas a mis opciones, decidí renunciar a mi vista a Moorea (otra razón para volver) y pasar los siguientes 5 días en Papeete, en Tahití. Era el vigésimo tercer vuelo de este viaje y el primero que me ha dado problemas. No me quejo.
Así que aparecí en Papeete a las 8 de la tarde (noche cerrada) sin reserva de hotel, ni nada. Fui al pequeño hotel del centro donde tenía reserva a partir del viernes y tuve la suerte de que tenían habitaciones libres (es temporada alta, dicen, pero yo lo veo todo un poco vacío).
Esperando mi vuelo (el pequeño aeropuerto de Bora Bora era un pequeño caos), me puse a hablar con un chico muy mono. Un americano de Florida, rubio como la cerveza, que trabaja de contramaestre en el barco (45 metros de eslora) de un ricachón que se dedica a viajar por el mundo: 3 meses en la Polinesia Francesa; otros tantos en el Mediterráneo o el Caribe.
No está mal como trabajo. No está mal como plan. 
De los vestigios de mi activismo, yo asumo que todo el mundo es marica hasta que se pruebe lo contrario. Así que mi conversación no era inocente. Hablamos durante media hora: de surf y submarinismo, viajar, el trabajo, de España. 
Lamentablemente, Thomas sólo hacía escala en Papeete: volaba a Miami (vía Los Ángeles).
Después de pasar un día haciéndome a estar de nuevo en una ciudad (Papeete, caótica y fea, parece más grande y más sucia de lo que cabría esperar de menos de cien mil habitantes), he organizado algunas cosas: Voy al inicio del Heiva y las competiciones de danza y canto, voy a recorrer un poco la isla (Tahití grande y pequeña, unidas por un estrecho istmo) y voy a hacer surf. También saldré algo alguna noche, veremos qué me deparan. 

viernes, 5 de julio de 2013

Noches

He pasado dos días en Bora Bora. Diez días en la Polinesia Francesa, al final, no dan para tanto. 
Bora Bora es totalmente distinta a Huahine. Es decir, es igualmente hermosa, tal vez más, porque es más pequeña que las dos islas que forman Huahine (la circunvalación tiene 32 kilómetros) y su centro lo ocupan los restos del volcán que le dio origen: paredes verticales cubiertas de vegetación. La laguna es también impresionante, con varias islas sobre el arrecife, donde se apiñan los hoteles de lujo.
La casualidad, y la lógica del abastecimiento de guerra, hizo que está isla, junto con Fiji y, en menor medida, Samoa, fuera el primer destino turístico del Pacífico Sur, cuando se abrió al tráfico civil la pista de aterrizaje de la base norteamericana de la II Guerra Mundial. Pero, además, es un lugar hermoso, y me me extraña que los turistas sigan viniendo. No ha perdido ni su identidad y ni su belleza. 
El martes, circunvalé la isla en bicicleta, subí a una loma a ver las vistas y perdí un rato en la playa. El miércoles, un día ventoso y nublado, con algo de lluvia, seguí en mi tónica de mirar la vida pasar. 
Las noches, las dos noches que pasé en Bora, fueron estupendas: el lunes, vi un desfile de carrozas y, ayer, vi los ensayos de un grupo de baile. Hipnotizado. Algunas de las coreografías las vi dos veces. Sinceramente, no me es difícil entender que esos europeos del XVIII perdieran la cabeza, hechizados por los contoneos de caderas y movimientos de pies y manos; por esta gente tan guapa y amable y sonriente. Diría que estoy a punto de perderla también: la geografía de la Polinesia es fabulosa (hay infinitas combinaciones posibles, todas hermosas, del mar, la laguna, el arrecife, los volcanes extintos, la vegetación y la arena blanca), pero, más allá de eso, mucho más, es la gente lo que hace esta parte del mundo tan especial. Ayer se me ocurrió que el mantenimiento de las tradiciones y de su identidad, incluso en esta Polinesia tan francesa, nos permite ver aún un mundo distintos y anterior al nuestro, y que ahí residen su exotismo y la atracción. Anoche el discurso era más elaborado y parecía más profundo: sería el efecto hipnótico de las caderas, pies y manos. 

jueves, 4 de julio de 2013

Mirar


Si los viajes tiene vida propia, la lección es no emperrarse en seguir el plan original y dejarse llevar. Eso fue una de las cosas que hice mal en 'Upolu y de las que hice bien en Huahine.
El plan original era hacer senderismo durante el fin de semana: pero no era un buen fin de semana para hacerlo. El único guía de la isla, de las dos islas que forman Huahine, estaba ocupado con la actuación de uno de sus 5 hijos en la fiesta de inicio del Heiva, y del aniversario de la autonomía (29-06), y una barbacoa en casa. Así que, le alquilé un coche a una vecina, fui a la fiesta del Heiva y recorrí el perímetro de las islas, fui a la playa, visité los sitios arqueológicos (premoniciones de la Isla de Pascua).
Al final, se me hizo un poco largo. El domingo terminó siendo una repetición del sábado: me recordó a esos fines de semana en Puerto Príncipe en lo que no había nada que hacer y costaba tanto inventárse algo (no siempre, no todos; algunos). No conecté con los dueños de la pensión y su familia, ni tampoco con los otros huéspedes.
La primera impresión es que esto, la Polinesia Francesa, es tan francés como polinesio. Para muestra, este botón: El sábado, al final de la exhibición de baile que abrió el "Heiva", comí algo en las barracas cercanas. Las opciones eran la versión polinesia del ceviche (pescado crudo con leche de coco), steak frites, crêpes, sandwiches "jambon crudités" de media baguette, gaufres, chao mein con saucisson, churros aux chocolat y toneladas de azúcar en todas las formas posibles. 
Si lo comparo con Samoa o Tonga, me parece claro que los lazos con Francia tienen muchas ventajas materiales: hay luz eléctrica y agua corriente por todas partes, carreteras asfaltadas, gendarmes, hospitales, educación gratuita y republicana ("nos ancêtres, les celtes", como hace años escuché de boca de un martiniqués), baguettes tan buenas como las metropolitanas. Eso no quiere decir que la convivencia sea fácil o que no haya partidarios de la independencia, claro.

Llevo 90 días viajando y más de una cosa ha cambiado. Hoy, me he dado cuenta de que he bajado el ritmo, que no siento la necesidad de estar todo el rato haciendo cosas. Me tiro a la calle a la menor oportunidad (cada vez soy menos casero), pero luego me paso un largo rato en un café, o el muelle o la playa, y miro la vida pasar (no paro de escuchar a Fangoria). He dejado de hacer planes -tengo idea de lo que me gustaría hacer aquí y allí, pero son cosas tan sencillas como: Estar. Ver. Ir a la playa. Hacer surf. Salir. No hacer nada.

miércoles, 3 de julio de 2013

Auckland


Auckland me gustó mucho, aunque hizo un feo día de invierno. Aproveché para ver la colección de arte polinesio del Museo de Auckland. Me encantó. Fue estupendo poder relacionar los objetos con mis experiencias (he visto mujeres tejiendo con las hojas secas del pandanus esos tapetes o preparando a golpes las cortezas de árbol que se usan para hacer el papel de esos "tapas", o esos collares y esas esculturas).
Además, la colección pone en relación el arte y tradiciones maoríes con el resto y resalta su continuidad. Los polinesios en Nueva Zelanda expandieron y desarrollaron su cultura, en respuesta a unas islas sin cocoteros y geográficamente tan distintas. Respuesta y expansión y apogeo: tal y como se presenta, la cultura maorí, la complejidad de sus sociedades, parece la apoteosis de la cultura polinesia. 
Tanto me impresinó, que me tuve que sentar a tomar algo. Me sentí totalmente superado e incapaz de digerir todo lo que veía. Aproveché que en Auckland hay café de verdad. 
Poco más, salvo dejar aquí escrito lo contento que me ponía cruzarme con polinesios por la calle y lo contentísimo que me puse de camino a la puerta de embarque de mi vuelo a Pape'ete. Sigo sin poder explicarlo, explicármelo, simplemente sigo subyugado. Este no va a ser mi último viaje por los Mares del Sur. 

martes, 2 de julio de 2013

Planes

No debería empezar esta entrada antes de dejar Tonga. Es tentar a la suerte. Escribo esto el lunes por la mañana, en un ferry, y, desde que llegué, el sábado 22 por la noche, poco ha salido como previsto. Nada grave, aunque algunas cosas hayan salido para el carajo.
Por otro lado, nada tiene que ver la suerte en todo esto, es el propio viaje. Después de casi 3 meses viajando, me he dado cuenta de que los viajes tienen vida propia, responden a una lógica más allá de nuestro entendimiento y capacidad de control. De hecho, planeamos los viajes para mantenernos ocupados y porque nos da sensación de seguridad. Pero, no tenemos control sobre lo que va a pasar. 
En un viaje largo, cuando no puedes simplemente trasladar tu rutina geográficamente, hay tantas cosas que se desarrollan por si solas, los planes cambian tanto, que lo único posible es relajarse y dejarse llevar. Siempre es para mejor: el viaje sabe mejor que tú lo que conviene hacer y suceda.
En Tonga, que ha sido de lo mejor del viaje (continuo escribiendo una vez fuera del país, en Auckland), ha sido donde definitivamente he dejado de intentar controlar y organizar, y me he dejado llevar.
Además, se han terminado por disipar todas las dudas que desde el principio, incluso antes de empezar, tenía (¿no sería mejor dedicar este tiempo a instalarme ene Madrid, ver a mi familia y prepararme para el nuevo puesto; no sería mejor ahorrar lo que me va a costar; no es demasiado tiempo?). Ahora estoy convencido de lo estupendo que es este viaje, aunque, a toro pasado, haya cosas que haría de manera diferente. 

¿Qué fue mal en Tonga? ¿Qué no salió según mis planes?
Un par de horas después de llegar, me encontré con que nadie abría la puerta de la pensión en la que iba a quedarme. Terminé en otra, a la que me llevó quien me había llevado a la primera, pero en la que no podía quedarme la siguiente noche. Gracias eso, dormí el domingo en un pequeño hotel precioso, cuyo restaurante es uno de los únicos tres abiertos los domingos en Nuku'alofa (el apóstrofe marca la acentuación). Los domingos, por tradición y por ley, todo está cerradísimo (del desayuno a la cena, no comí otra cosa que unas galletas "crackers", "de agua", que había comprado por casualidad el sábado).
El domingo, salí a bucear. No por la mañana, como había organizado, sino por la tarde (eso me facilitó encontrar el hotel). Las inmersiones en el arrecife de Nuku'alofa no fueron nada del otro mundo, salvo porque tuve que cambiar una vez de BCD (la chaqueta) y dos de regulador. 
Al día siguiente, tenía pensado dedicar la mañana a ver la ciudad (dos calles, un palacio real, montones de iglesias) y mandar postales, porque el ferry a 'Eua salía al final de la mañana. Pero no, esa noche me llamó Tukía, la dueña del centro de buceo, para decirme que habían cambiado el horario y salíamos a las 8 de la mañana. Ella, y tres de sus cinco hijos y una amiga (una profesora de inglés canadiense en un colegio local), también venían aprovechando las vacaciones escolares.
Me quedé, y ellos también, en la pensión que tienen aneja al centro de buceo: cinco cabañas y un comedor general construidos por entero en cedro local por Wolfgang, el encargado, cocinero e instructor de buceo. Un alemán en la cincuentena, algo misántropo. Él mismo se compara con Robinson Crusoe y, después de rodar por medio mundo durante más de 20 años, dice que se queda en 'Eua. No sólo ha construido la pensión y el centro de buceo, sino que se las ha ingeniado para que haya agua caliente, construir un horno de leña, recoger y filtrar el agua de lluvia; y cultiva un huerto, y tiene panales de abejas y gallinas ponedoras (al lado de un pequeño aserradero).
Ese día, lunes, había previsto hacer una inmersión, pero el tiempo era malo y el mar estaba demasiado revuelto. En vez de eso, Tukía me invitó a acompañarlos a hacer una excursión al sur de la isla. 
El buceo vino el martes. Fui con Wolfgang a "La Catedral", una cueva submarina inmensa y preciosa. El agua es clarísima y la viabilidad supera los 40 metros. En la bóveda, de más de 20 metros de alto, hay tres agujeros que dejan entrar la luz y a través de los que se ven todos los azules posibles. Uno de ellos está justo debajo del rompiente de las olas, lo que permite verlas desde abajo: es como un cielo de tormenta, cambiando a toda velocidad constantemente. Por monentos, por el juego de la luz bajo el agua, las paredes de la cueva parecían un cielo nuboso congelado en un cubo de hielo, al iluminarse de un celeste límpido y luminoso. Además de todo eso -y del primer pez león que veo nadando, con todas sus "velas al viento"-, hay en la cueva un rincón de oscuridad absoluta, donde viven peces luminiscentes. Se entra a ciegas, porque la luz de las linternas los asusta; de hecho, entré cogido del brazo de Wolfgang. De rodillas en el fondo (se está a menos de 20 metros), ves las pequeñas luces moverse. Es mágico. 
Esa misma tarde, hice una excursión de un par de horas con Wolfgang a una playa a los pies de un acantilado. La excursión se transformó en un cursillo de supervivencia: aprendí a abrir (mal) un coco con el machete y me hizo ir delante en el camino de vuelta desde la playa a lo alto del acantilado, intentando no perder el sendero.
Me fui de 'Eua queriendo ver más. De hecho, me fui de Tonga con ese mismo sentimiento. Lo que he visto me ha gustado mucho y me he sentido muy a gusto. La gente es maravillosa. Su hospitalidad calurosa y pausada, capaz de desarmar a cualquiera. 
Termino de escribir esto en el avión que me lleva a Tahití desde Auckland, donde hice una conexión de 36 horas, y lo publico al poco de llegar a Bora Bora.