Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


martes, 22 de diciembre de 2009

Cuento de Navidad

Un día, a finales de noviembre, al salir de la oficina sensiblemente más tarde que de costumbre, un chico me paró a 10 metros de la puerta. Alterado y nervioso, intentaba decirme algo, pero tartamudeaba tanto, que no se le entendía nada. Me paré para escucharle. Le pedí que repiteria lo que estaba intentando decirme. Aunque sin calmarse del todo, fue capaz de contarme, con cierta coherencia, que lo acababan de llamar para contarle que su madre se estaba muriendo en un hospital en Reading. Necesitaba coger un tren y no tenía dinero para el billete. No conseguía dar con su padre. Estaba tirado, sin tiempo para pensar en otras opciones. Necesitaba cuarenta y dos libras para el billete de tren.

El famoso timo de la madre moribunda. Tal vez sí, pero yo me lo creí. Algo en su azoramiento y en su manera de hablar, de moverse, me convenció de que su madre se estaba muriendo en Reading y que no tenía el dinero para pagar el billete de tren. Alguna vez he estado así de desesperado. Fue a lo mejor eso lo que me convenció. No me cabía ninguna duda de que necesitaba el dinero, es posible que no fuera para ir al lado de su madre, es posible que necesitara pagar una deuda o comprar una dosis o que fuera cierto que necesitaba coger un tren, pero no para acompañar a su madre en sus últimos momentos.


Me dió igual. Desde hace mucho tiempo, en una época en la que no tenía ni un duro, estoy convencido de que lo mejor que se puede hacer con el dinero es compartirlo. Imagino que hay muchas razones para ello. Como dice Prince, en "Diamonds And Pearls", he doesn't have respect for money, it's true, that's why he never wins. El dinero hay que respetarlo, pero no endiosarlo, y el ser generoso con el dinero es la mejor forma de hacerlo.


Tuve la suerte de tener un abuelo muy generoso. Para mi abuelo Moncho, el dinero no era más que un medio para ayudar a la gente, conocidos y desconocidos. Muchas veces escuché la historia en la que, mientras una pareja intentaba decidir qué alcanzaban a comprar para el asado con el que pensaban celebrar alguna cosa, mi abuelo Moncho le pagó al carnicero un pollo y dos kilos de asado. También he escuchado mucho las quejas de aquellos a quienes dolía el dinero que, por su generosidad para con otros, no les llegaba, pero las quejas no me interesan. También fue muy generoso conmigo, porque era, además, su manera de demostrar el cariño. Me voy por los Cerros de Úbeda, una vez más.


Volviendo a esa noche de noviembre, al salir del trabajo. El chico me contó su historia y yo me la creí. ¡No! No era guapo, ni me ofreció nada a cambio. Mejor dicho, me ofreció su reloj, su mochila, su cadena, pero no me ofreció ningún favor sexual. Porque le creí, y porque hubo una época en la que contaba hasta la última peseta y cien duros me sacaban de un apuro, abrí la cartera y le di cuarenta y cinco libras -no tenía cambio-. Me dijo gracias varias veces y salió corriendo: a coger el tren o darse un pico o a reírse de mi ingenuidad. Eso ya no era mi problema. Yo hice lo que sentí que era lo correcto.


Ya de camino a casa, pensé en qué continuación iba a tener todo esto. Es posible, pensé, que en unas semanas, aparezca un sobre a mi nombre, con el dinero y una nota de agradecimiento. Menos probable, pero mucho más interesante, sería que el chico fuera el heredero de una gran fortuna y que en el sobre también hubiese metido un vale para una vacaciones a todo tren en Santa Lucía o la oferta de un trabajo maravilloso, en el que me pagaran una millonada por no hacer nada, es decir, por hacer las cosas que más me gustan: la mezcla exacta de dormir, comer, ir al gimnasio, escuchar música, tomar copas y ver hombres atractivos en ropa interior.


También pensé que ni volvería a verlo, ni nadie me repondría el dinero, que me habían timado o, al menos, que mi decisión de darle el dinero había sido irracional e ingenua, y que nada le obligaba, salvo su conciencia, a devolvérmelo. Pero, una vez más, eso es lo de menos, lo importante es que, en vísperas de Navidad -era ya casi Adviento-, abrí la cartera y, en el fondo de la manera más sencilla y menos comprometida, ayudé a un extraño.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Puede que sea invierno en la calle

Tengo debilidad por las canciones de Naidad. No por lo villancicos, en especial esas cosas cantadas por viejas poniendo voz de niño que suelen escucharse en España a todas horas en diciembre (y noviembre y enero). A mi lo que me gusta, es ese género norteamericano de pop navideño, cuyo arranque, por que me da la gana, lo pongo en el "White Christmas" de Irving Berlin, cantado por Bng Crosby en la película "Holiday Inn" de 1942 (según algunos, el sencillo más vendido de todos los tiempos, con más de 50 millones de copias).



Desde entonces, todo el mundo ha grabado canciones y álbumes de canciones de Navidad. Sinatra, Gladys Knight and the Pips, The Pretenders, la loca de Mariah, Tracy Chapman, Cher, las Destiny's Child, Ru Paul. Algunos han grabado canciones maravillosas ("The Christmas" de Galdys y los Pips, esa que todos conocéis de Mariah y que tiene unas segundas voces desternillantes de interpretar); otros algunas de las canciones más odiadas de la historia, como esa de Wham! que no pienso ni nombrar.

A mi me gusta tanto este (nada religioso) género que, de vez en cuando, sea la estación del año que sea, hago sesiones de canciones de Navidad. Luego, como por esta época del año, dejo de escuchar ninguna otra cosa (hago una excepción en el gimnasio, eso sí). Una de mis grandes favoritas, que permite unas coreografías estupendas, dignas de cualquier noche en "Chez Maman") es esta, que cantan las "Love Unlimited", las vocalistas de Barry White. Es del 72, pero podría ser del 65 o del 2007, via Robson y Winehouse.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Amelia

Amelia se levantó temprano. Quería adelantarse a sus hermanas en el baño. Los dos días anteriores, habían tardado tanto en arreglarse, que la hicieron llegar tarde. A propósito, pensaba Amelia. La competencia entre las tres era feroz y sin descanso. Competían por los cuidados de su madre; competían, incluso con ella, por la atención de su padre; competían por ser la más linda, la mejor vestida; competían para que las sacaran a bailar el más buenmozo. Era agotador, pero, al mismo tiempo, era lo que las mantenía unidas. Eran unos lazos tal vez extraños, pero fuertes como el amor y capaces de mantenerlas firmemente unidas. No se odiaban, al menos no todo el tiempo, al menos no de manera profunda. Navegaban entre el amor y el odio. Eran capaces de herirse, de jugarse malas pasadas. Derrotas y victorias, que momentáneamente establecían una jerarquía entre ellas. Nunca por mucho tiempo, en cualquier momento, la vencida tendría su oportunidad para voltear la situación. Sus padres, José y Clelia, seguían viendo a sus hijas como niñas. Les parecía que sus luchas constantes eran la prolongación de sus juegos y peleas de chicas. No dejaba de ser cierto, las tres competían desde pequeñas.

Las tres eran guapas y habían conseguido buenos trabajos: Amelia era maestra; Olga, secretaria de un abogado, Elvira trabajaba en ENTEL, la compañía de teléfonos. Seguían las tres solteras, aunque no les faltaban pretendientes. Ya tenían edad de estar casadas, pero a Clelia, que veía a los hombres voltearse en la calle para verlas mejor, le gustaba que siguieran un poco más en casa. Las tres juntas, algún domingo en que se acompañaban al baile, eran capaces de parar los trolebuses. Elvira era la de rasgos más finos, a Clelia le recordaba a una de sus tías, que se había casado con un primo lejano rico y regresado con él a Piamonte. Olga tenía unas piernas largas, que terminaban en unas caderas anchas, muy del gusto de los hombres; para hacerla rabiar sus hermanas la llamaban Pototín, que ella terminó abreviando en Pin. A Amelia, la llamaban Tatona y nunca peleó demasiado su apodo; en el fondo le gustaba, estaba orgullosa de sus pechos.

Ese día de finales de septiembre, ya era del todo primavera, aunque la mañana era fresca. Amelia se puso un vestido ligero, ceñido a la cintura, que completó con un cardigan oscuro. Una vez en la escuela, se pondría por encima el guardapolvo. Estaba orgullosa, en eso se parecían mucho las tres, de su trabajo y de llevar un sueldo a casa, Su madre trabajaba todo el día en la casa, su hermano, el más pequeño de la familia, seguía sus estudios de contador a trancas y barrancas. Su padre trabajaba en un taller mecánico, cerca de casa, pero era más conocido a la vuelta de la esquina, en el "Bar Los Valientes".

Unos días antes a esa mañana de septiembre, en la reunión del sindicato de maestros, Amelia había conseguido que finalmente Valentín le propusiera tomar un café. Él había sido profesor suyo en la Escuela de Magisterio y a Amelia siempre le había gustado. No era el más guapo, pero sí muy inteligente, con aspecto de estar siempre abstraído en sus pensamientos. Le hacía gracia, además, que mantuviera ese acento español tan claro, aunque llevase ya 20 años en Buenos Aires. Ella estaba muy orgullosa de ser argentina, casi tanto como de ser porteña. Ese año, 1928, la Argentina seguía siendo uno de los países más ricos del mundo, moderno, avanzado, lleno de oportunidades y capaz de dar de comer a toda Europa.

Meses antes, al poco de haber comenzado ese curso, una compañera la había arrastrado a una reunión del sindicato. No sabía que Valentín fuera a estar allí. Cuando lo escuchó hablar en la reunión, le descubrió una pasión que no esperaba. Ese día, se dio cuenta de que le gustaba, que algo quedaba de ese enamoramiento adolescente de cuando fue su profesor en la Escuela de Magisterio, en el que se encerraba la posibilidad de un sentimiento profundo, más verdadero. Ese mismo primer día, se inscribió en el sindicato y empezó a asistir a todas las reuniones, para verlo a él, para que él se fijara en ella. Lo saludaba y trataba como a los demás, pero siempre alababa algo que hubiera dicho. Alguna vez, le pidió que le explicara alguna cosa que fingía no haber entendido. Un par de veces le llevó la contraria, sólo para que el volviera a encenderse con esa pasión que tanto le había sorprendido.

Él estaba ensimismado y preocupado por su trabajo y la lucha de los maestros, pero terminó proponiéndole un café, después de una de las reuniones. Ella no podía aceptarlo, pero fue capaz de transformar esa invitación en un "vení a buscarme el jueves que viene a la salida de la escuela". No era lo más apropiado, pero tampoco quería que lo vieran aún en casa.

Por eso se levantó temprano esa mañana, no quería llegar tarde y quería tener tiempo para arreglarse. Al final del día, cuando sus alumnos ya habían salido, se sacó el guardapolvo, se arregló frente al espejo del baño de profesores y se dirigió hacia la puerta del edificio. Caminaba despacio, al lado de una compañera que no paraba de hablar y a la que no era capaz de seguirle la conversación, estaba nerviosa y expectante. Cuando, en la entrada, vio a Valentín, perceptiblemente mejor vestido que de costumbre y unas flores en la mano, supo que lo tenía en el bolsillo. Pensó por un instante que, con tiempo y un poco de habilidad, hasta podría conseguir que le pidiera que se casaran. Sería la primera, se casaría antes que sus hermanas.