Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


domingo, 10 de mayo de 2009

Siria. 2





















He estado de vacaciones en Siria. Volví hace ya casi dos semanas. Empecé a escribir una entrada sobre el viaje, pero me fui por otros derroteros y me terminó quedando una entrada larguísima y con dos partes. Así que la publico en dos partes, pero la segunda, que habla del viaje a Siria, antes que la primera, que empieza hablando de Palmira. Es decir, esta es la segunda.

Siria me ha gustado mucho, algunas cosas me han gustado muchísimo, pero no he vuelto enamorado.

Junto con Palmira, hay otras maravillas; Siria es un país de superlativos:
  • La fortaleza de Bosra, que esconde un gran y muy bien conservado teatro romano;
  • Shaba, fundada como Philipolis por el emperador Philipo el Árabe (siglo III), donde 6 mosaicos fabulosos -comparables a los mosaicos imperiales de Estambul- dan para un pequeño museo;
  • El pueblo de Maarat an Nuaman, con uno de los museos de mosaicos más fabulosos que he visto nunca: Una serie muy extensa de mosaicos pavimentales de iglesias del siglo V y VI, de una época aún de transición de los motivos paganos hacia los cristianos, coronados con tres escenas, bastante completas, de lo que cabe imaginar como un más completo ciclo de Heracles, del siglo III, y que son de los mejores mosaicos antiguos que he visto en mi vida;
  • Serjilla y Ali-Bara, las más extensas “ciudades muertas” al sur de Alepo;
  • Apamea (en la foto), que es el complemento perfecto a Palmira; queda el cardo -la calle principal, el eje norte-sur de todo asentamiento romano- larguísimo, flanqueado de columnas de granito. En origen seleucida, floreció en el siglo II, como una gran y próspera ciudad romana; no hay aquí sincretismo, sino pertenencia directa a Roma (SPQR), como prueba, para mi, la “ingeniérica” rectitud de esa calle, en comparación con la improvisación y quiebro de su equivalente palmeriense;
Los Museos Nacionales de Damasco y Alepo -con un 5% de sus fondos expuestos, el Museo Británico o el Louvre serían capaces de hacer más de una de sus “exposiciones-evento”, que llegan a ser visitadas por cientos de miles de turistas.

No es todo Antigüedad Clásica. Damasco y Alepo pueden ser fascinantes, sus barrios antiguos son tan exóticos y orientales ahora, como en el siglo XIX. Las dos son parecidas, pero muy distintas.

Me gustó más Alepo que Damasco, aunque recuerdo intensamente un paseo vespertino por el barrio cristiano de Damasco, después de un baño turco. Imagino que mi preferencia alepina se debe, en parte, a nuestro guía en la ciudad: Ahmed Modallal, un ingeniero agrónomo septuagenario, con quien paseamos por la ciudad, sus bolsillos repletos de anécdotas y caramelos, que comparte con alegría con todos. Alepo es como Barcelona, Milán o Amberes: una “segunda ciudad” orgullosa, comercial, opulenta, capaz de competir en igualdad -y superar, si se tercia- a la capital del país. Alepo tiene, junto con un bario viejo dominado por una fortaleza imponente y más presente que la de Damasco, un barrio nuevo, cristiano (griegos y armenios) de la época otomana, elegante y bullicioso, con casas volcadas a sus patios interiores -andalusíes, diría si fuera chovinista-, pero que asuman celosías a la calle.

En las dos ciudades hay un zoco, extenso y vivo, no sólo turístico, aunque todo se andará. Los zocos atestiguan el carácter industrioso, comercial y negociante de las ciudades, que vivan, por otro lado, bajo un régimen pseudo-socialista en lo económico -las dos ciudades son muchísimo más viejas que el régimen y, con seguridad, le sobrevivirán. Alrededor del zoco de Alepo, es posible encontrar fábricas de jabón, forjas de metales, talleres de artesanos agrupados por actividades, que aún existían en nuestras ciudades no hace tanto y que la lógica socio-económica de nuestras mentes condena a la extinción. Mientras los visitaba, se me ocurrió dudar que, cuando el progreso industrialice esas actividades, esos artesanos independientes vayan a salir ganando.

Fuera de las ciudades, en el camino de Palmira a Damasco, paramos a saludar a uno beduinos amigos de nuestro conductor. Desconfiamos, nos veíamos abocados a comprar baratijas, pero nos equivocamos. El cabeza de familia, que tenía 18 años, nos acogió en el “salón” de la tienda, nos ofreció té, yogur, mantequilla, pan y azúcar y no se nos pidió nada a cambio. Nos fuimos lamentando no llevar puesto un reloj para, en agradecimiento, regalárselo.

En este viaje, he vuelto a comprobar que el fútbol es verdaderamente el deporte universal -me dio la sensación de que los sirios son o madridistas o culés- y que el español más conocido internacionalmente sigue siendo Julio:



Hay cosas del viaje que me gustaron menos. Nos tocó visitar algunas ruinas (San Simeón) e iglesias (Seidnayya, Santa Tecla, San Ananias) por el sólo hecho de ser cristianos o, mejor dicho, por la presunción de que lo éramos y, por supuesto, de que nos interesaba ir. Me hizo gracia, eso sí, que nos llevaran con pías intenciones a la Iglesia de San Sergio y San Baco, construida en donde la tradición señala como el lugar de su martirio, en Maalula -donde se habla arameo, la lengua de Cristo, como insistentemente nos informaron. San Sergio y San Baco eran dos soldados romanos, que eran muy, pero que muy, amigos; tan amigos eran que hay documentadas ceremonias de bendición de amistades entre dos hombres, bajo la invocación de estos dos Santos, en la Iglesia Ortodoxa. Escribo “amigos” y “amistades” y no quiero decir otra cosa, no vayáis a pensar cosas raras, que no existen ni en la Iglesia, ni en Siria, ni en el Islam. Por las calles de Damasco y Alepo, puede ser que me cruzara con miradas intensas, ansiosas como los ojos de una fiera enjaulada, pero es sólo mi mente degenerada, inventando lo que no hay.

No volví enamorado, creo yo, por dos razones principales. Me resultó agobiante la presencia constante de la imagen de Bashir Al-Assad y de sus difuntos padre y hermano. El régimen es el que es, y eso ya lo sabía yo antes de ir, pero terminé teniendo la sensación de estar enjaulado. No se trata de sentirse inseguro -más bien lo contrario- o de sentirse vigilado, sino de sentir la presión que el régimen ejerce sobre la población. Me está bien empleado por saltarme mi regla de no visitar países en los que, si fuera local, estaría en la cárcel o muerto -lo hice por Palmira, todo tiene su precio.

También me resultó agobiante, he de reconocerlo, que todas las mujeres, salvo las cristianas y las turistas, anduvieran tapadas: todas el pelo y muchas, sobre todo en Alepo, completamente. Tal vez, yo sea un habitante de la Isla Mofobia, pero, al verlas, no podía dejar de pensar que no se trataba de una elección, sino de una imposición, debido a que se considera que su mera existencia tienta y distrae a los hombres, es decir a una culpa directa e ineludible de cada una de ellas. No digo más, aunque pensaba comentar que nuestro guía en Damasco me argumentó seriamente la razón por la que no creía en la Teoría de la Evolución: el Corán dice que Dios creó el Mundo y el Corán, todos sabemos, fue dictado, no inspirado.

Así que he vuelto fascinado y feliz de haber visto Palmira, muy contento de haber descubierto algunas otras maravillas, pero no enamorado. Mejor dicho, sí que he vuelto enamorado -y no sólo de M- sino que el viaje a Siria me ha hecho valorar más el que hicimos al Líbano, en junio de 2006. Beirut nos cautivó, porque es una ciudad abierta, cosmopolita, sofisticada, orgullosa, donde nos divertimos mucho, y porque, con todos sus problemas y muchos fallos, el Líbano es el mejor, aunque no el único, experimento de democracia y tolerancia en Oriente Próximo.

Cierro esta entrada en Venecia, una noche de luna llena, cuando la zafiedad del mundo moderno y los turistas -y compris moi- resbala de la superficie de los edificios, para hundirse en el agua de la Laguna.

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