Max y Enrique siguieron en contacto a través del correo electrónico y, esporádicamente, por teléfono. Para Enrique, Max se fue transformando en un buen recuerdo, capaz de levantarle el ánimo y hacerle sonreír. A veces, fantaseaba con que las cosas hubiesen sido distintas y que, a ese fin de semana en Bruselas, le hubieran seguido otros. Incluso, más de una vez, se le cruzó la idea de ir a verlo a Los Ángeles, pero todas las veces terminaba por desecharla, porque no estaba seguro de que Max lo estuviera esperando. Sin embargo, siempre le quedaba la duda. Hasta que, casi un año después, surgió la oportunidad de volver a verse.
Enrique recibió un mensaje de Max, contándole que estaría en Madrid, por trabajo, en un mes. A Enrique le faltó tiempo para contestarle que tenía muchas ganas de verlo, ilusionado por la idea de volver a ver a Max. También le ofreció que se quedase en su casa, pero Max, que viajaba con unos compañeros de trabajo, prefería quedarse en el hotel que le pagaba su empresa.
Quedaron en el hotel de Max, para ir a cenar primero, con la idea de darse tiempo para que reapareciera la magia. Enrique llegó a la hora en punto, incapaz de controlar su excitación y muerto de ganas de subir directamente a la habitación de Max. "Baja enseguida" -le dijo, tras colgar el teléfono, la chica de recepción mecánicamente, aunque Enrique hubiese jurado que le sonreía con complicidad, capaz de intuir sus nervios y expectativas.
Al ver salir a Max del ascensor, durante una fracción de segundo, pensó que no era él, como si no lo reconociera del todo. "Tendría que haberle hecho fotos" -se sorprendió de pensar. Pero estaba tan contento y la sonrisa de Max era tan sincera y cálida, que dejó de pensar y se rindió -otra vez- a los brazos de Max, aunque no se atrevió a proponerle que se olvidaran del restaurante y subieran directamente a la habitación, que era lo que de verdad le apetecía en ese momento.
Enrique recibió un mensaje de Max, contándole que estaría en Madrid, por trabajo, en un mes. A Enrique le faltó tiempo para contestarle que tenía muchas ganas de verlo, ilusionado por la idea de volver a ver a Max. También le ofreció que se quedase en su casa, pero Max, que viajaba con unos compañeros de trabajo, prefería quedarse en el hotel que le pagaba su empresa.
Quedaron en el hotel de Max, para ir a cenar primero, con la idea de darse tiempo para que reapareciera la magia. Enrique llegó a la hora en punto, incapaz de controlar su excitación y muerto de ganas de subir directamente a la habitación de Max. "Baja enseguida" -le dijo, tras colgar el teléfono, la chica de recepción mecánicamente, aunque Enrique hubiese jurado que le sonreía con complicidad, capaz de intuir sus nervios y expectativas.
Al ver salir a Max del ascensor, durante una fracción de segundo, pensó que no era él, como si no lo reconociera del todo. "Tendría que haberle hecho fotos" -se sorprendió de pensar. Pero estaba tan contento y la sonrisa de Max era tan sincera y cálida, que dejó de pensar y se rindió -otra vez- a los brazos de Max, aunque no se atrevió a proponerle que se olvidaran del restaurante y subieran directamente a la habitación, que era lo que de verdad le apetecía en ese momento.
De camino, Enrique se fue tranquilizando y evaluando los cambios que creía ver en Max. Estaba más fuerte -lo que era bueno- y le seguía viendo algo raro en la cara -lo que lo desconcertaba-, aunque sus ojos continuaban siendo del mismo verde que lo había conquistado un año antes.
El principio de la conversación fue algo torpe, pero, al llegar al restaurante, ya habían recuperado la fluidez. Enrique estaba muy contento y sentía que a Max le pasaba lo mismo. Se sorprendió de la multitud de cosas que, de pronto, quería contarle y de las ganas con las que escuchaba a Max hablar de su trabajo y de su vida en Los Ángeles. Descubría así nuevas cosas de Max, como su afición a los caballos, que era algo vanidoso, que estaba muy volcado en su carrera y era ambicioso. Al terminar de cenar, Max le dijo, como de pasada, pero consciente del impacto de sus palabras, que tenía una oferta de trabajo en Madrid y que, tal vez, la aceptaría. Enrique sonrió, sorprendido y sin saber qué decir.
De vuelta al hotel, Max volvió a mencionar la oferta de trabajo en Madrid. Enrique, totalmente entregado al momento, le dijo lo mucho que le gustaría tenerlo en la misma ciudad, mientras volvía a pensar en el destino y las vueltas que los dos habían dado para estar en ese momento juntos en Madrid y tener, tal vez, una posibilidad de futuro.
Subieron juntos a la habitación de Max. Después de un año fantaseando con un reencuentro, Enrique era demasiado consciente de que estaba sucediendo como para dejarse llevar. La excitación de volver a estar con Max en la cama era más fuerte que la excitación de su cuerpo. Fue un buen polvo, pero algo mecánico, menos íntimo que los de Bruselas.
Al volver del baño, sintió cierta incomodidad y resurgieron sus dudas. Max estaba muy hablador y empezaba a hacer planes -ni del todo en broma, ni del todo en serio- para su mudanza a Madrid. "Me mudo contigo, a tu casa, claro" -dijo, con su mejor sonrisa, lo que acrecentó las dudas de Enrique. En ese momento, fue cuando creyó descubrir aquello que le desconcertaba al mirar a Max. "¿Se ha operado la nariz?" -pensó, pero fue incapaz de preguntar, y se sintió como un idiota al instante. En su interior, se alzaban los puentes y cerraban las puertas, ante la posibilidad de realización de su fantasías sobre Max y él del último año. Se abrazó a Max, que había dejado de hablar; eso le ayudó a tranquilizarse. Quería dejarse llevar por la sensación de estar abrazado a Max, que el contacto de su piel disipara las dudas y recortarse la distancia que crecía entre ellos. Se durmió pensando que, por la mañana, vería las cosas con más calma, que se sentiría contento porque Max quería mudarse a Madrid y que el polvo que echaran al despertarse les permitiría recobrar la ilusión.
Pero a la mañana siguiente no follaron. Ninguno de los dos se mostró dispuesto a dar el primer paso. Enrique intuyó que Max compartía sus dudas y que tampoco para él el reencuentro había estado a la altura de sus expectativas. Se despidieron sin planear volver a verse. Max se iba de Madrid esa noche y no parecía cómodo con la idea de que Enrique fuera al aeropuerto a despedirlo, delante de sus compañeros de trabajo -a Enrique le molestó pensar que, debajo de esa apariencia de seguridad, Max se escondía parcialmente en el armario.
Se pasó todo el día pensando en lo que había pasado. A ratos, sentía ganas de llamar a Max, proponerle que se volvieran a ver dónde fuera, para poder hablar de sus sentimientos -algo que se dio cuenta que no habían hecho- y solucionar los problemas. A ratos, pensaba que se habían equivocado al volver a verse, que no tendrían que haber intentado recuperar el pasado. En su memoria, pensó, ese fin de semana en Bruselas era perfecto y completo, diríase articulado por una lógica -romántica y circunstancial-, que le daba sentido a cada detalle, a todas las miradas, a cada beso. Era imposible que el reencuentro en Madrid hubiese estado a la altura, porque para Madrid el destino no había escrito ningún guión y los dos se habían encontrado perdidos, sin más actuación posible que la realidad de dos tíos algo desconcertados, al darse cuenta que, a pesar de las aparentes promesas de un año antes, se conocían poco, no tenían muchas cosas en común y empezaban a dudar de que el otro les hubiese gustado tanto como creían recordar.
El viernes, quedó con Tomás para tomar una copa y contarle todo. Aunque desde hacía unos meses no lo veía con frecuencia, Tomás seguía siendo su mejor confidente. Poco antes del verano, Tomás se había enamorado perdidamente de un estudiante de Físicas y, desde entonces, su vida se organizaba de acuerdo al calendario universitario, las fechas de los exámenes, los plazos de entrega de las proyectos. Enrique nunca lo había visto tan feliz y, pensando en el contraste entre la seguridad de Tomás al ponerse a salir con ese chico y sus dudas ante Max, consideraba que no había nadie mejor para ayudarle a aclarar las cosas.
Tampoco le hizo falta aclarar demasiado. A medida que se lo contaba a Tomás, se iba dando cuenta de que se había equivocado al olvidar que los amores de verano, aunque ocurran en marzo, son mágicos porque nacen sin tiempo y sin futuro. Es más, sentía que el Max que había vuelto a ver ni era el mismo de Bruselas, ni le llegaba a la altura. Empezó a hacer bromas sobre el fiasco del reencuentro, sobre todo sobre la nariz operada -posibilidad que fascinaba al novio de Tomás- y el Max de Madrid pasó, así, a engrosar la lista de "intentos fallidos".
Sin embargo, el recuerdo de Bruselas mantenía intacta toda su fuerza. Desde el otro extremo de la barra, un chico rubio lo miraba con insistencia. Enrique le devolvió la mirada y subió la apuesta con una sonrisa, antes de acercarse a hablar con él. Algo más tarde, al ir a besarlo por primera vez, Enrique pensó en Max, al decirse que Jorge, que así se llamaba el chico, le gustaba mucho, aunque no tuviese los ojos verdes.
2 comentarios:
Si es que no hay que volver a los lugares (y también vale la referencia para las personas) con quien se ha sido feliz. Oye, ¿y Max se había operado la nariz?
Eso sólo se puede saber a toro pasado, ¿no crees? Hay veces que sí vale la pena volver y sale bien.
¿Se la había operado o se lo parecía a Enrique? Como no se atrevió a preguntárselo -ni a decirle muchas más cosas-, siempre nos quedará la duda.
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