Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


lunes, 30 de marzo de 2009

Adicto


Por la boca muere el pez, y el bloguer, por sus dedos.

En mi entrada "de vacaciones", escribí que cada vez me conectaba menos a Internet y que me echaba el pisto diciendo que estaba leyendo mucho más y haciendo más en la "vida real".

Algo así pasó durante unos días, tal vez un par de semanas, hasta que descubrí que podía acceder a Internet desde mi móvil. Ahora, no paro de hacerlo: consulto Facebook y mi correo en cualquier momento y en cualquier sitio. Lo bueno es que he respondido a esos mensajes que mantenía desde hace meses en la bandeja de entrada, a la espera del momento adecuado para contestarlos. Lo malo es que, ya más de una vez, los ojos clavados en la pantallita, le he hecho poco caso a una puesta de sol magnífica o a la sonrisa de un chico muy guapo (esto, bien mirado, no es tan malo).

Ante la primera sensación de aburrimiento, cojo el móvil. No hace mucho, mi amigo Jordi comentaba la aversión que tenemos ahora todos a aburrirnos, la necesidad constante de estímulos, a la pérdida de la capacidad de hacerlo y de cómo, no hace tanto, esas largas tardes de verano y vacaciones fueron el cimiento de, por ejemplo, nuestra afición a leer, a escribir, a escuchar música, a dar paseos por el campo, a ver pasar el tiempo. El problema de nuestra presente necesidad constante de estímulos y diversión es que termina siendo una adicción, que nos exige aumentar geométricamente la dosis. Además, hay un alto grado de papanatismo, infatilismo, ignorancia, estupidez -elegid lo que más os guste-, somos todos como niños en la parte trasera de un coche: "me aburro, ¿cuándo llegamos?"

En mi caso, actualmente, me he enganchado a la Internet móvil. Imagino que será pasajero. Nunca nos estamos quietas y nada es estable, como canta Mercedes Sosa: cambia, todo cambia, y que yo cambie no es extraño.



Eso sí, espero que esta nueva adicción no me dure mucho. Aunque el pequeño adicto que llevo dentro está siempre al acecho, tengo la suerte de que es un inconstante y, siguiendo el signo de los tiempos, se aburre rápidamente. Prefiere cambiar de adicción a aumentar la dosis. Me pasa constantemente con la música, me engancho a una canción o, con suerte a un album, y no paro -literalmente, no paro- de ponerla o ponerlo. No tiene que ser algo nuevo, aunque, ahora, esté en fase "Yes".




Pasé de los "Episodios Nacionales" a Internet en el móvil. Con un poco de suerte, dentro de poco no tendré tiempo más que para Twitter y, luego, volveré a cambiar.

sábado, 28 de marzo de 2009

¿E ti, rapáz, de quén es?

La respuesta a esa pregunta la aprendí hacia el final de mi adolescencia, en la segunda mitad de los 80, durante la serie interminable de fines de semana interminables que, en justa retribución kármica por mi participación en las campañas de Basilio II Bulgaróctonos -imagino- pasé en la Aldea. La Aldea era -y es- una casa entre pinares, a unos 20 kilómetros de Santiago de Compostela, en la zona de donde es la familia de mi abuelo materno. Es un lugar precioso y muy tranquilo: una versión del infierno, si tienes 17 años.

La respuesta a esa pregunta era -y es- que soy "neto de Ramón, dos de Concha do forno". Por supuesto, mis interlocutoras rara vez se conformaban con eso y, a esa pregunta introductoria, le seguían unas cuantas más. Tampoco yo, después de un tiempo en el que pensé que sí bastaba, terminé por sentirme satisfecho con esa respuesta para explicar quién era yo.

Es cierto que mi abuelo materno se llamaba Ramón y que su madre era Concha, conocida en la Aldea por tener una panadería, que ya no existe, y un molino, que sigue en pié, aunque en desuso. Pero también es cierto que Ramón se casó con María del Carmen, quien había nacido en La Habana y seguido a sus padres a Galicia, cuando tuvieron que "re-emigrar", en la primavera del 36. Igualmente cierto es que mi abuelo paterno, Valentín, nació en Oviedo y se escapó a Buenos Aires, en la primera década del siglo XX, donde conoció a Amelia, argentina de padres paimonteses.

Como escribí en alguna entrada anterior, últimamente le doy vueltas al tema de la identidad. Tal vez, porque este año cumplo 40 o, tal vez, porque nunca he dejado de darle vueltas al tema.

Hace mucho que nadie me pregunta de quién soy, pero siempre hay alguien que pregunta de dónde soy. Desde no hace mucho, digo que soy de Madrid, siguiendo el consejo de Almudena Grandes, para quien el único requisito para ser madrileño es estar en Madrid. De alguna manera, es una versión moderna de aquello tan castizo que dijo Cánovas del Castillo -o que Galdós le atribuye- durante el debate de la Constitución de 1876: "son españoles los que no puedan ser otra cosa".

Yo elegí ser español, como conté en la entrada sobre la visita de mi hermano y a propósito de mi acento, y elijo ser de Madrid, aunque ni haya nacido, ni viva allí en estos momentos. Pero lo hago, y aquí es donde entra a jugar el tema de la identidad, intentando incluir mis otras posibilidades, mi yo argentino, mi parte gallega y mi vocación de trotamundos, que ha tenido su casa en cada ciudad en la que ha vivido. Se trata, parafraseando a Walt Whitman, de ser lo suficientemente grande para que dentro de mi quepan muchos.

Me he pasado la vida construyéndome. De dónde soy es sólo una parte de ese esfuerzo, igual de grande que el necesario para decidir quién soy.

En la época en la que me hacían la pregunta del título tuve la desgracia -entonces, porque visto desde ahora fue un privilegio- de encontrarme sin referentes e incapaz de contestarme a la pregunta de quién era, aunque con una intuición muy fuerte de quién no era y el deseo "délico" ser yo mismo y conocerme. Hasta entonces, había sido, sobre todo, un niño bueno, que se pasaba el tiempo pretendiendo hacerle la vida agradable a los demás. Desde esa época, nunca en línea recta y no siempre avanzando, he intentado ser auténtica, lo que cuesta mucho, pero no hay que ser rácana, porque una es más autentica cuanto más se parece a lo que ha soñado de si misma.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Magnolio

Algo estupendo de vivir en Londres -estupendo ¡y gratis!- es ver la llegada de la primavera, que es muy gradual, sobre todo en comparación a la explosión primaveral de la Península Ibérica. Ya me lo había dicho la Breckinridge.

Este año, en este marzo que casi mayea, después de dos primaveras y dos veranos revueltos, el principio de la primavera está siendo especialmente bonito, en estos días de retirada inexorable del inverno, cuando los cerezos están en flor y los magnolios abren sus flores, y aún no hace calor -¡ni mucho menos!-, pero el sol calienta.

En un par de meses, la ciudad estará cubierta por una nube de polen y la primavera me parecerá menos bonita y poética -el año pasado, por primera vez, me dio un ataque de alergia. Pero por ahora, me dedico a visitar la media docena de magnolios que tengo identificados cerca de casa.

El de la foto, que no es ni el más grande, ni el más bonito, está en un calle por la que paso casi a diario. Es de los primeros en abrir sus flores, sin duda porque recibe mucho sol. Al otro lado de la calle, en la otra acera, que es más sombría, hay otros dos más jóvenes, con unas flores intensamente púrpuras, que tardarán aún casi un mes en abrirse.

Hay otros fabulosos, como el de la Iglesia de San Jaime, en Piccadilly, que es uno de los más espectaculares, con una copa alta y muy llena de flores blanquísimas. O la hilera de 6, 3 a cada lado, en una perpendicular a High Street Kensington y cuyo semáforo le tiene manía a mi coche -pero, en esta época, casi le agradezco que me obligue a parar casi todas las mañanas.

Pasadas unas semanas, todas las flores estarán en el suelo y el magnolio perderá el protagonismo de la primavera, que ya estará avanzada. Este año, lo siento en los huesos, vamos a tener una primavera maravillosa y un verano fabuloso. Un año de respiro, en el que las estaciones reencuentran su ser.

Hacía tiempo que no me ilusionaba tanto algo tan simple como el paso de las estaciones y, en especial, el renacimiento de la primavera; y eso, a pesar de que, en el fondo, se trata del puro paso del tiempo, lineal e inexorable.

No me he vuelto un optimista y no estoy confundiendo el tiempo con el clima. Es más, soy aún más pesimista que antes. Hace poco, cometí el error de comprarme el último libro del Sr. Gaia, James Lovelock, que es muy deprimente. Pero eso lo dejo para otra entrada.

Mientas tanto, una vez más este año, tal vez porque es el año de mi cuadragésimo -cuarentavo, que diría Solana- cumpleaños, me dejo llevar por el momento.

lunes, 23 de marzo de 2009

Sillones

Eva Duarte, Evita, es un personaje fundamental entre los mesías derrotados de los argentinos. Ella es el Espíritu Santo -o la Virgen-, con Gardel como el Padre y Diego como el Hijo.

Por eso, es más importante el mito que la persona. Una buena manera de empezar a entenderlo es con el (apasionante) libro "Santa Evita", que cuenta la historia del cadáver de Eva, cuyo poder y mística supera la fuerza de la persona viva. Esto no quita que, escuchando grabaciones -esta, a partir del minuto 1.17- o viendo filmaciones de la época -esta, de su último discurso, seis meses antes de morir-, es posible darse cuenta de la fuerza de Eva, de su control de la masa, y al mismo tiempo, de su parentesco directo con esos caudillos latinoamericanos tan decimonónicos y tan actuales.

Durante mi infancia en Buenos Aires, Evita era parte del decorado, como lo es para cualquier argentino. Siempre presente, para bien o para mal, para adorarla u odiarla. Lo que se piense de ella dice mucho de la ideología, la clase social y las aspiraciones de la gente -incluso hoy, creo yo.

Sin embargo, no creo haber sido consciente de su existencia hasta que escuché cantar a Paloma San Basilio.

En algún momento de 1981, posiblemente hacia finales del verano, vinieron a visitarnos a Madrid, una de las tías de mi padre, Olga, y su marido, un vasco llamado José Luis. Dicho así, no parece que haya nada en especial, pero siguiendo la tradición de las dos ramas de mi familia, había un pequeño secreto: en realidad no estaban casados, porque José Luis tenía una mujer -y unos hijos- de los que vivía separado, pero como en Argentina no había ni separación, ni divorcio, que no fuera la nulidad eclesiástica, todos se hacían los locos y se hacía como si Olga y José Luis fueran canónicamente marido y mujer.

Dentro del programa de la visita de Olga y José Luis, mis padres los llevaron a ver "Evita", el musical con Paloma San Basilio y Patxi Andión. Rogué, pataleé, hice valer mis credenciales de niño bueno, pero no conseguí que me llevaran. Mis padres decidieron que no era algo para niños -tal vez, se me ocurre ahora, era demasiado caro o no les apetecía tenerme toda la noche colgado del brazo.

Creo recordar que mucho no les gustó. En especial, a Olga y José Luis, a quienes les pareció que se presentaban a Evita como una puta. No eran peronistas, más bien lo contrario, pero una cosa es denostar los mitos patrios y otra que lo hagan los de fuera. Todos somos muy celosos de nuestros amores e, incluso más, de nuestros odios.

Como premio de consolación por no haberme llevado, me trajeron la banda sonora original del musical, en un estuche con 2 casetes, que lamemtablemente extravié y perdí de vista en alguna mudanza, salvo que esté en el fondo de un armario en la casa de mi madre. Con el regalo, cometieron un error morrocotudo. A esas alturas, no entiendo cómo mis padres no contaron con mi facilidad engancharme a la música.

No sólo me pasaba el día con "Evita" puesto en mi radiocasete, no sólo me aprendí las letras de todas las canciones, sino que, además, obligaba a mis padres a escucharlas conmigo, para que me fueran explicando, una y otra vez, que me explicaran lo que se suponía que estaba pasando en el escenario. No sé si llegaron a arrepentirse de no haberme llevado.

Más adelante, Paloma San Basilio publicó "Juntos", con "La Hiedra" de cara B, que también estuve una época escuchando sin parar, pero eso es otra historia.

Volviendo a Evita. Hay dos frases que siempre me han fascinado. Una era coreada en las manifestaciones peronistas: "Perón, Evita, la Patria socialista". Yo siempre la he entendido como "Perón evita la patria socialista"; porque el peronismo era entonces un fascismo tardío, populista y con proclamas y un programa de "justicia social", para darle ese saborcillo revolucionario, común en los fascismos.

La otra frase es "volveré y seré millones". La frase no es de Eva, pero se le suele atribuir. De hecho, es del líder aymara Tupac Catarí, pero se le atribuye a ella, seguramente, porque así termina un poema penegírico dedicado a ella del poeta peronista José María Castiñeira de Dios -el culto a la personalidad, sobre todo de los muertos, es parte de cualquier fascismo ¿o no se hizo eso con José Antonio?

A mi me parece una frase fabulosa, rotunda, de un vencido que promete venganza y perfecta para un mesías derrotado, porque promete una segunda venida. A Gardel, lo derrotó un accidente de aviación. A Diego, el peso de su mito. A Eva, un cáncer de útero.

Como una parodia de la frase, en 1990, un grupo pop, Luis XV, publicó un disco titulado "Volveré y seré sillones", que es una frase que he utilizado desde entonces. Me sigue haciendo mucha gracia.

Es decir, todo esta vuelta es para demostrar que cumplo mi promesa: en la entrada anterior, prometí que volvería y que sería sillones. Se han terminado las vacaciones: compré un colutorio muy bueno y se acabó la halitosis.