Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


domingo, 16 de febrero de 2014

Riesgos


Cuando escribes (un blog), corres varios riesgos. Entre otros, agobiarte porque no sabes qué escribir para la siguiente entrada y terminar publicando una chorrada; publicar una entrada más bien de trámite, porque sientes que hace demasiado que no subes nada; escribir algo íntimo y no atreverte a publicarlo.
Al primero de los riesgos, aprendí a sortearlo después de unas cuantas malas entradas en la primera vida de este blog. Los otros dos, pensaba que también estaban superados.
Durante el viaje, cuando tenía todo el tiempo del mundo para mi solo, las entradas fluían casi solas y en todas tenía algo que contar, aunque fuera el tono del mar en ese momento, y en todas hablaba de mi y lo publicaba sin pudor.
Ahora tengo las mismas horas, pero no son todas mías. Mi vida es, además, más compleja, ya no se trata de ir de un lado al otro, trazar un recorrido sobre pasos imaginados antes, en la habitación de un adolescente solitario. Ahora, mi vida está llena, sobre todo, de gente y, cuando tratas con otros, siempre corres el riesgo de terminar escribiendo algo tan íntimo que te dé pudor publicarlo.
Con la que sería la segunda entrada de esta etapa madrileña, me han pasado las dos cosas: escribir una entrada de trámite y escribir una entrada íntima.
La primera contaba en lo que había ocupado mis días fuera del trabajo; es decir, mis noches y el fin de semana. Hablaba de las obras de teatro que vi, a la que fui con Elena y Ricardo y a la que Oscar se dejó amablemente arrastrar. Del aperitivo que me tomé con Paloma, en la continuación de un reencuentro inesperado, después de 18 años, que estoy disfrutando mucho. De la accidentada fiesta de cumpleaños de Aitor y de la hora que pasé hablando de música con Julián en la cabina del Poly. De la comida familiar con Miriam y su familia. De la cena de Javier, que esta semana cumplió 28.
También hablaba de M, y de los dos otros tíos que desde mi regreso a Madrid han sido más que un polvo (o dos) y, de esta forma, la entrada de trámite se enlazaba con la otra, con la íntima, la del pudor. No es porque hablase de sexo o porque comparase mi vida sentimental con un tiovivo y, a mi mismo, con Linda Lovelace, sino porque terminaba reconociendo que caí en el juego de manipulación de uno de esos otros dos chicos. Me quedó una buena entrada, aunque me dejara llevar un poco por el efecto dramático. Como comentó mi padre en la anterior entrada: escribir es una buena manera de gestionar la angustia. También sirve para saldar cuentas.
Así que, ahí va. 
He de confesar que soy enamoradizo, que me comporto como un insensato y me lanzo sin reflexionar en cuanto siento que hay una conexión, cuando alguien me gusta y el sexo funciona. Debería ser, tal vez, más utilitarista y frío, como soy capaz de serlo en otros aspectos de mi vida. Pero no, si conozco a un tío, y me gusta y funciona, mi tendencia es a seguir viéndolo. No obstante, no quiero abandonar la soltería tan poco después de recuperarla. Sé que es contradictorio y seguramente tengo alma de funambulista, pero la alternativa, que establece una serie clara, y jerárquica, de categorías, desde el polvo anónimo al marido, no me gusta mucho y no se ajusta a mi vida; y no estoy dispuesto a ajustar mi vida a ningún tipo de categoría o clasificación.
Esta tendencia de la que hablo tiene sus riesgos. No todo el mundo tiene las cosas claras. No todos los tíos con los que me he cruzado, por decirlo con un eufemismo, sabían lo que querían y lo que no querían. Y yo no sé tratar mal a la gente, no me gusta hacerlo. La buena educación se confunde con interés o con debilidad.
Por añadidura, me creo lo que me dicen, posiblemente porque no me gusta hablar por hablar y decir lo que no siento. Y si quien me habla es un chico guapo, aparentemente desvalido y perdido, en busca de dirección y, de algún modo, redención, no sólo me lo creo, sino que siento revolverse dentro de mi un príncipe de cuento, dispuesto a atravesar un bosque oscuro y enfrentarse al dragón, sin importarle terminar convertido en un sapo. Un príncipe de cuento o una princesa intrépida, que siempre nado entre esas dos aguas. Redimir, ser redimido ejercen una atracción poderosísima sobre mí: Es parte de mi neurosis, la mía personal y la familiar.
Al muy poco de llegar a Madrid, tuve una salida en falso, un polvo en seco. Fui capaz de abstenerme de entrar en el juego que ese chico me ofrecía. Ese chico necesitaba, más que salvación, que lo pusieran en su sitio, y necesita dejarse de vivir como una víctima, pero no me toca a mi hacerlo o, mejor dicho, no tuve las ganas de ponerlo en su sitio -porque ese tipo de cosas me salen a medias mal- y sólo él puede darle vuelta a su vida.
Me sentí tan seguro de mi mismo, tan en control, cuando me vi dejando pasar la oportunidad de entrar en ese juego neurótico, que pensé que ciertamente había aprendido algo del pasado (remoto) y bajé la guardia. Quedé así a punto de nieve para cruzarme con un pequeño manipulador y creerme todas las cosas bonitas que me decía. Pasó hace ya unos meses, y dejamos de vernos a finales de noviembre, pero hay gente que no termina de salir de tu vida, como dice la canción. Bien es cierto que el grado de separación, en el pueblo del Madrid marica, es mínimo y revoloteamos por los mismos sitios, pero, por ahora, cada vez que pongo distancia y siento que ya está en el pasado, reaparece de una manera u otra y me desbarata. Evidentemente, mucho de todo esto se debe a que me lancé sin estar preparado y enfrente tenía a alguien para quien las palabras tienen poco valor. Al poco de conocerlo, cuando aún yo intentaba frenar las cosas, aunque sin querer cortar nada, le dije que sólo me importaba que fuera sincero; él me dijo, poco después, que quería dejar de mentir. Tendría que haberme olido que por ahí me iba a pillar. Tendría que haber caído que había caído en la trampa.
No por esta magulladura cardíaca me he encerrado o he dejado de cruzarme (me gusta el eufemismo) con otros tíos, incluso he conocido alguno que vale la pena y, de hecho, sigo viendo a M, que es, desde hace más de dos meses, un elemento relativamente fijo en el tiovivo de mis vida sentimental.
Pero me jode profundamente haberme dejado engañar y, cada vez que reaparece, siento que se me agotan los recursos para olvidarlo.

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