Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


lunes, 10 de marzo de 2014

Servicios


Los servicios de las estaciones de trenes me traen recuerdos de un pasado distante. Han cambiado: diría que ahora huelen más a la mezcla aséptica de amoníaco y cloro de los sex-shops y algunas saunas. Han desaparecido casi por completo los dibujos obscenos y, sobre todo, las solicitudes de contactos, que eran como mensajes en unas botellas encalladas en sus bisagras, lanzados por unos náufragos varados en la isla desierta imaginaria de su deseo y el secreto.

Los servicios de las estaciones de trenes son mejores ahora que en aquella pasado distante, y están más limpios, como también es mucho mejor que hayan casi, casi desaparecido, por innecesarias, esas solicitudes de contactos. Imagino que sigue habiendo náufragos, aunque muchos menos, porque las circunstancias de cada uno pueden moverse independientemente de los cambios en la sociedad y en las leyes, y la represión y el oscurantismo (el siniestro pasado de Cernuda) se llevan dentro.

Todo eso me vino a la cabeza el sábado pasado, mientras espera en Atocha a que llegara Mario, para coger un tren a Ciudad Real, a donde fuimos a ver a Miguel Poveda, que actuaba allí esa noche. El concierto fue impresionante. Sin embargo, y a pesar de que Miguel Poveda es una de mis nuevas obsesiones musicales, lo mejor de ese viaje, y de esa noche, fue el tiempo que pasé con Mario, al que conozco y quiero desde el Orgullo de 2001. Hablamos de arte, de nuestros trabajos, nos reímos de nosotros mismos, nos contamos nuestras penas y alegrías sentimentales. Le conté las historias bonitas de mi vida sentimental y le confesé algunos de los errores de los últimos meses en los que se reconoció sin problema, para advertirme que más me valdría hacerme a las reglas del juego, a los síes a medias, a los corazones azules, a los noes definitivos.

Le conté también que había dejado de usar las aplicaciones de contacto del teléfono, y las páginas en Internet, que son, en parte, el trasunto de esos mensajes de las estaciones de trenes que recuerdo, y que dejar atrás el mundo virtual, que no se me da bien y me termina produciendo ansiedad, más que propiciar o facilitarme los ligues, fue una liberación. Me gustaría decir que lo decidí después de darme de que son una pérdida de tiempo, un espejismo de conexión con los otros en un mundo desconectado, de que el mundo está lleno de gente extraña –incluso nosotros mismos- y que nada garantiza que del otro lado esté quien dice estar, que en el mundo virtual aflora la parte menos amable y más retorcida de todos nosotros. No fue así, borré Grindr, dejé Manhunt, por la razón equivocada, por las promesas de arena de T. Pero, si bien está lo que bien acaba, bien está también lo que nos hace desembocar en un lugar de más calma y con mayor aliciente para relacionarnos con los otros. La conexión con los demás sólo puede ser física, corpórea, real. De hecho, si hago memoria, casi todos los chicos con los que me he cruzado desde que volví a Madrid los he conocido en una fiesta, en un bar, en una discoteca, en la calle. Tendría que haber caído en eso antes y en que, si me paro a pensarlo, las relaciones del mundo virtual, como los servicios de las estaciones de tren, me traen recuerdos de un pasado distante, cuya isla imaginaria de deseo y silencio dejé atrás hace mucho. Será por eso que no se me dan bien.

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