Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


miércoles, 27 de mayo de 2009

Emilio


En la primavera de 1997, me sucedieron cosas fundamentales en mi vida, en especial dos: Después de intentarlo durante 3 años, conseguí entrar a trabajar en la institución en la que aún sigo (internado) y, dos, fui por primera vez a la peluquería de Emilio, a la que sigo yendo, 12 años después, cada vez que estoy en Madrid. Se ha convertido en una especie de chiste a mi costa que viajo a Madrid a cortarme el pelo. ¡Qué se rían; qué saben ellos! Emilio es el mejor peluquero que me he encontrado nunca.

Según me dijo uno de mis "peluqueros de emergencia", en Bruselas, los hombres tendemos a ser muy fieles a nuestros peluqueros, le demos o no importancia, sean tradicionales o modernísimos. Al menos en mi caso, es cierto. He tenido dos "peluqueros de cabecera".

Antes de Emilio, fue Mª Jesús, a la que me llevó mi madre, que era clienta, ante mi "desesperación" por no encontrar a nadie en Vigo que me hiciera un "corte moderno" -un "corte moderno circa 1985": pelo corto de punta y patillas afeitadas por encima de las orejas-. El flechazo fue mutuo y fulminante -como son los flechazos-. Durante casi 10 años, no dejé que nadie más me tocara la cabeza. Viajaba de Madrid a Vigo a cortarme el pelo. Hacia el 93, Mª Jesús se mudó a Fuengirola, donde vivía su hermano, y yo me quedé más perdido que un arenque en una convención de focas.

Creo que Mª Jesús y yo nos caíamos tan bien porque los dos estábamos a disgusto en Vigo -ella se había mudado siguiendo a un tío, que la terminó dejando, y no podía con el mal tiempo- y porque, según me decía a veces, yo le recordaba a su hermano. Durante todos esos años, me hizo los cortes de pelo que le dieron la gana. Salvo mechas y permanente, sobre lo que insistía mucho en los 80, le dejé raparme al 1, me convenció de llevar una media melena tipo "Bono", llevé la nuca rapada y flequillo por delante; llevé todas las modas capilares de la época, con ese toque "de Provincias" que hace que vayas siempre un poco desfasado y no cojas del todo el punto, aunque ella era una peluquera buenísima.

Volviendo al 97, que en mi recuerdo era una época más sencilla e inocente; como diría Jack "Just" McFarland: Madonna era relevante, Fangoria hacía buena música y nos divertíamos bailando a Mónica Naranjo (Mónica who?). La alegría de vivir que sentí esa primavera tenía el trasfondo del principio del "mari-boom", cuando empezaron a abrir "locales de día" (librerías, tiendas, cafeterías, restaurantes) en Chueca y los "locales de noche" abandonaban el timbre, en favor de cristaleras a la calle. Las cosas cambiaban y nos parecía que era, simplemente, la extensión de la confianza en nosotros mismos que sentíamos. Yo aún seguía con mi ligero activismo, era miembro del COGAM y usaba la tarjeta, que daba derecho a descuentos en tiendas y cosas por el estilo, en toda ocasión.

Así que, después de unos años sin peluquero, decidí que era el momento de volver a hacerme "un corte moderno". Busqué en la revista del COGAM las peluquerías que hacían descuento -no eran más de 4; que no todos los peluqueros son activistas- y elegí Xiquena. No sé por qué, no me acuerdo; quiero pensar que fue el destino, que también hizo que me atendiera Emilio y no su socio Fernando.

Emilio es un peluquero buenísimo y muy serio. Por algún motivo, cuando hablo de él, la gente se imagina una locaza parlanchina y un poco gritona. No sé por qué, porque no es para nada así. Habla poco, lo que yo agradezco, porque me entra sueño cuando me andan por la cabeza, y se concentra en lo que está haciendo. Habla poco, pero habla. Emilio está más que de vuelta de casi todo. Si ese día tiene ganas de hablar, te puede regalar un par de anécdotas del "Ku" de Ibiza o hacerte reír con sus comentarios sobre la gente (famosísima, pero que él no reconoce) que se cruza en su gimnasio o reírse de sí mismo y de nosotros ("esas lycras que llevan 10 años pasadas de moda").

Recuerdo el lunes después del Orgullo de 2001, cuando se produjo la explosión final y la manifestación -mira que soy antigua- del Orgullo Gay se transformó irremediablemente en la fiesta popular callejera por antonomasia de Madrid. Empezamos a hablar de cómo se había puesto el Centro -y recordar las primeras competiciones de lanzamiento de bolso y carrera con tacones-, hasta que, muy serio, me dijo: "soy homófobo, odio a los maricas". El jueves por la tarde, no había podido sacar a su perra a la calle, porque la puerta de su edificio estaba bloqueada por la cantidad de gente que había en la calle -la calle Pelayo, tan centro de Chueca como la plaza, donde lleva viviendo como 20 años-. Desde entonces, cada año, su madre se queda con la perra durante esa semana y él hace el chiste de su homofobia.

No le soy totalmente fiel -ni él a mi-, sobre todo porque en estos 12 años no he vivido siempre en Madrid. He tenido algún "peluquero de emergencia" bueno. En Puerto Príncipe, sólo había un peluquero que sabía "cortar nuestro pelo", como decían las señoras bien, queriendo decir "el pelo de los blancos", aunque ninguna de ellas lo fuera. No era mal peluquero, aunque lo mejor era que su peluquería era lo más parecido a un bar de ambiente en la ciudad: siempre estaba animado, con gente que se dejaba caer para tomar un café y charlar un rato -es decir, a ver si pillaban algo. Pero, siempre que viajo a Madrid, voy a que Emilio me corte el pelo.

Después de todos estos años, evidentemente, no sólo voy a su peluquería porque me haga unos cortes estupendos y me deje guapo -"se te queda cara de niño bueno", suele decirme; se lo dice a todas, he terminado por descubrir-, sino porque ir a Xiquena es parte de lo que, para mi, ha sido y es Madrid; como las calle regadas en verano.

martes, 19 de mayo de 2009

Batiburrilo

1. He ido a un concierto de la Orquesta Nacional de España, con un repertorio muy cañí: Falla, Turina, Rodrigo y, de rondó, Ravel (masacraron el "Bolero", en mi humilde opinión). Hasta ahí, todo dentro de lo previsible. Había mucho español en el público, pero también guiris locales y de otras partes. Tampoco nada en especial.

Menos esperable, al menos para mi, ha sido: que sonara un móvil dos veces -el mismo móvil, dos veces-; que aparecieran cámaras y teléfonos-cámara todo el rato, a pesar de que los ujieres repetían que no se podía sacar fotos y que alguna de esas cámaras hicieran ruido al sacar la foto; que una de las señoras justo detrás de mi canturreara prácticamente todo el concierto y que su amiga se dedicara a pasar muy lentamenta y con cuidado -de hacer ruido, imagino- las páginas del programa.

No hace mucho, Breckinridge publicó una entrada sobre este mismo tema -perdona, gonita, pero no la encuentro para poner el enlace- y sé que es un poco el signo de los tiempos. Sin embargo, no termino de entenderlo. No es una cuestión de que los conciertos se democraticen y "vaya todo de mundo", achacárselo a eso sería clasista y presupondría aceptar que, con dinero, la mona vestida de seda deja de ser mona. Creo que es más bien un síntima más de la infatilización de los adultos: la gente piensa -pensamos- que todo lo que hace está bien de por si y, sobre todo, que tiene -tenemos- derecho a hacerlo; nos hemos olvidado de que hay ciertas reglas de comportamiento y nos hemos olvidado de enseñárselas a la generación siguiente. Nos va a pasar como esas familias que dejan de cocinar y en las que, en media generación, sus miembros sólo comen pizzas y hamburguesas para llevar.

2. Mientras sonaba el "Concierto de Aranjuez" -que no por sobado deja de ser precioso-, se me ocurrió que, la próxima vez que alguien empiece una campaña para ponerle letra al himno -con lo bien que nos viene que no la tenga-, habría que defender que cambiásemos directamente la "Marcha Real" -por algo se empieza- e nos hiciéramos un "Niño Judío" y, como hace Ciralina Quijano en este video -sin tilde-, grabado en "Bellas Artes, Miami", gritásemos:



Con un par de arreglos, para darle más brío, la romanza quedaría estupenda y, así, podríamos cantarla cada vez que haya un partido de fútbol o en las Olimpiadas, que es para lo que sirve un himno.

domingo, 10 de mayo de 2009

Siria. 1 (escrito el 7 de mayo)





















He estado de vacaciones en Siria. Volví hace más de una semana, y escribo esto de camino a Venecia; no he encontrado el momento de escribir antes. He estado ocupado en el trabajo -y me niego a hacer horas extras; es decir, hago unas pocas-, he tenido poco acceso a Internet y, no voy a negarlo, por vagancia. Que quede claro que no ha sido porque no me haya gustado Siria, porque me ha gustado mucho; algunas cosas, muchísimo, aunque no vuelvo enamorado.

He querido ir a Siria durante muchos años. En mis primeros 20, me enamoré de la reina Zenobia, y Palmira, la capital de su reino, encontró su lugar en mi lista de deseos, junto a Pompeya, Tívoli, Atenas, o el Panteón

A finales de mi adolescencia, cuando mi karma me castigaba en la Aldea, mi interés tardo-infantil en la antigüedad clásica -tuve una maravillosa profesora de Historia en la EGB- se transformó en pasión. Un mundo pasado y perdido, aunque sus trazos pudieran seguirse en el presente, con dioses pasionalmente antropomórficos, donde el deseo sexual podía tener cualquier sexo. Además, otra profesora maravillosa, ya en BUP, me recomendó las “Memorias de Adriano”, de quien caí rendido. Evidentemente, me enamoré del Adriano literario de Yourcenar -se me llenaron los ojos de lágrimas al ver, abriendo la exposición del Museo Británico sobre Adriano, el manuscrito “final” del libro-, de la misma manera que me enamoré del busto de Antinóo de El Prado. Hubiese caído igualmente rendido entonces del Alejandro de Renault, pero tuve que esperar muchos años para descubrirlo, cuando mis enamoramientos y pasiones eran ya mucho menos inocentes.

Esa pasión, con los años, se fue ampliando. En parte, hacia atrás, sobre todo por la contundencia de los argumentos en “Atenas Negra”, a favor del reconocimiento de las raíces levantinas, egipcias, africanas (no arias, no septentrionales, no blancas) de la Grecia Clásica. En parte, y sobre todo, hacia adelante: las invasiones bárbaras, Bizancio, Venecia, Sicilia, la Edad Media. La Historia como un continuo, con muchas más conexiones e influencias recíprocas de las que solemos reconocer. En el proceso, descubrí la figura de Federico II Hohenstaufen, stupor mundi, que considero uno de los personajes históricos más fascinantes, desde su nacimiento público, en la plaza mayor de Jesi, hasta su derrota frente al Papado. El hombre más poderoso de un mundo, totalmente pasado, olvidado, barrido por el viento. La mejor biografía de Federico II es la de Georgina Masson, publicada en 1957 -hay alguna posterior, italiana, no tan buena.

Así, con el paso de los años, fue completando la lista de deseos: la Acrópolis, Pompeya, Paestum, los pasos de Adriano (el Panteón, que es el mejor edificio de todos los tiempos; el Arco de Constantino, que incluye unas escenas de caza de Adriano y Antinióo; la Villa Adriana en Tívoli), Venecia, Estambul/Constantinopla/Bizancio, Sicilia (antigua: Agrigento, Eraclea Minoa, Selinute, Siracusa; normanda: Palermo, Monreale, Cefalú; imposible: Noto), Apulia (Otranto, Castel del Monte), San Juan de Baños, el pre-románico asturiano, Palencia (el románico; la villa romana de La Olmeda lleva años cerrada). En el camino, he tenido algunas sorpresas, como Akritori, en Santorini, Pompeya antes de Pompeya, enterrada por la explosión de un volcán, en la época minoica.

Palmira es un elemento central de mi historia de amor con el Mundo Antiguo. Palmira es un oasis en el desierto sirio, puerto de paso de las caravanas, ya activa en el 2º Milenio antes de nuestra era. Pasó a formar parte de Roma en la época de Tiberio (14-37), pero su época de esplendor se inicia con la visita de Adriano, en 129, que la rebautiza como "Palmyra Hadriana". Palmira florece, ayudada por la derrota de los nabateos por Trajano, y se transforma en una ciudad riquísima, con barcos en el Adriático y el control de la Ruta de la Seda, sofisticada, poderosa y sincrética, abierta a las influencias de la Ruta de la Seda y de la Arabia Feliz, del Mediterráneo y de Roma. Nunca verdaderamente romanizados, los palmerienses jugaban a parecerlo. En gran medida, es eso lo que me fascina de Palmira: su originalidad y capacidad de absorción de las influencias, la existencia de una sociedad consciente de si misma, ávida de cosas nuevas y exóticas.

Una de las salas del Museo de Palmira está repleta de las esculturas funerarias (bustos) con los que los palmirenses tapaban los nichos de sus tumbas. Rodeado de todos esos retratos, que representan a individuos concretos del siglo II y III, es posible comprobar la complejidad de sus ropas, de sus joyas, la mezcla de la toga romana y los pantalones persas, su preocupación por las modas, por su imagen, su hedonismo y gusto por la vida. Rodeado de esos retratos, quiero creer que intuí el eco de sus conversaciones: hablaban de la llegadas de las caravanas, hablaban del romance clandestino descubierto por un marido celoso, hablaban de dinero, hablaban de sus pasiones, hablaban de política y de conquistas. Porque no sólo eran económicamente poderosos, sino que, durante el reinado de Zenobia (267-274), quien asumió el poder, en nombre de su hijo, a la muerte de su marido, Palmira llegó a dominar Siria, Palestina, Egipto y le plantó cara a Roma.

La reina Zenobia, que se reclamaba descendiente de Dido y de Cleopatra, aprovechó el vacío de poder durante la llamada "crisis del siglo III" (235-274), para extender el poder de Palmira. Si bien se hacía llamar "Reina del Este" y mantenía la ficción de la unidad del Imperio, a medida que se fue sintiendo más fuerte, fue mostrándose más independiente: comenzó a acuñar moneda y, su hijo, asumió el título de “augusto”. Gibbon dice que Zenobia "mezclaba las formas populares de los príncipes romanos, con la pompa de las cortes de Asia y exigía de sus súbditos la misma adoración que se debía a los sucesores de Ciro".

El final vino de la mano del emperador Aureliano (270-275), uno de los más grandes generales romanos, quien fue capaz de reunificar y pacificar el Imperio, y prepara el terreno para las reformas de Diocleciano (284-311). La superioridad tecnológica y de táctica de los romanos le dieron la victoria, en Immae y Emesa. Palmira fue asediada. La reina Zenobia, consciente de haber perdido su apuesta, aceptó rendir la ciudad, con lo que salvó su vida y evitó el saqueo de la ciudad. Llevada ante Aureliano, quien le pregunta cómo osó enfrentarse a los emperadores de Roma, Zenobia le responde que no se rebajó a considerar como emperadores a un tal Aureolus o Gallienus; solamente a ti te reconozcon como mi conquistador y soberano". Zenobia fue una de las principales atracciones del desfile triunfal de Aureliano -uno de los mayores de la historia del Imperio- y terminó sus días en una villa en Tívoli, dedicada a la filosofía y las artes.

Palmira no sobrevivió a la derrota. Poco después de que Aureliano y sus tropas hubieron desaparecido en el horizonte, los palmirenses se levantaron en armas y masacraron a los 600 legionarios de la guarnición romana. La reacción, la venganza, de Aureliano fue inmediata e implacable y la ciudad fue saqueada y destruída. Ese fue el fin de Palmira. Más tarde, en la época de Diocleciano, se transformó en una guarnición militar, y, ya después de la llegada del Islam a Siria, en un villorrio en un oasis en el desierto sirio. Eso sí, los beduinos acampaban en el inmenso patio del enorme Templo a Bel y sus cabras pastaban entre las columnas que flanquean la calle principal de la ciudad. Algunos terremotos, muchas tormentas de arena, y la ciudad fue olvidada hasta su redescubrimiento en el siglo XVII.

¿Qué queda ahora en Palmira? De la ciudad, queda lo suficiente del Templo a Bel como para sobrecoger, parte de la columnata de la calle central de la ciudad, el teatro, un Templo a Baal y algunos muros que permiten imaginar unos baños y otros edificios públicos, incluido un templo de la época de Diocleciano. De la necrópolis, quedan varias torres, aunque la mayoría está en ruinas, de hasta cuatro pisos y varias tumbas subterráneas, algunas muy completas. Muchas de las ruinas de Palmira, como en otras partes de Siria, han sido reconstruidas, recobrando su sitio los trozos caídos de las columna, las partes de un frontispicio, los sillares de los muros. No es algo que me guste especialmente, pero no se trata del horror -para nuestros refinados gustos del siglo XXI- de las reconstrucciones dieciochescas en Pompeya, y la impresión profunda que me causó estar allí, ver la extensión de las ruinas e imaginar la ciudad viva me hacen, en este caso, incluso lamentar que no se haya excavado y vuelto a levantar más.

Con Palmira, cierro la lista mental de mis primeros 20, he completado un ciclo, como subraya, al menos en mi cabeza, que escriba esto de camino a Venecia, que en su esplendor bizantino está en el otro extremo temporal de la Antigüedad Clásica. Me quedan cosas maravillosas por visitar: Rávena, Lipsius Magna, Las Médulas, la villa romana de La Olmeda -por seguir con el “continuo” greco-latino-, pero ya no será para cumplir una promesa del final de mi adolescencia, para satisfacer un deseo de participar de un pasado idealizado, que es lo que ha guiado mis pasos hasta ahora.

Siria. 2





















He estado de vacaciones en Siria. Volví hace ya casi dos semanas. Empecé a escribir una entrada sobre el viaje, pero me fui por otros derroteros y me terminó quedando una entrada larguísima y con dos partes. Así que la publico en dos partes, pero la segunda, que habla del viaje a Siria, antes que la primera, que empieza hablando de Palmira. Es decir, esta es la segunda.

Siria me ha gustado mucho, algunas cosas me han gustado muchísimo, pero no he vuelto enamorado.

Junto con Palmira, hay otras maravillas; Siria es un país de superlativos:
  • La fortaleza de Bosra, que esconde un gran y muy bien conservado teatro romano;
  • Shaba, fundada como Philipolis por el emperador Philipo el Árabe (siglo III), donde 6 mosaicos fabulosos -comparables a los mosaicos imperiales de Estambul- dan para un pequeño museo;
  • El pueblo de Maarat an Nuaman, con uno de los museos de mosaicos más fabulosos que he visto nunca: Una serie muy extensa de mosaicos pavimentales de iglesias del siglo V y VI, de una época aún de transición de los motivos paganos hacia los cristianos, coronados con tres escenas, bastante completas, de lo que cabe imaginar como un más completo ciclo de Heracles, del siglo III, y que son de los mejores mosaicos antiguos que he visto en mi vida;
  • Serjilla y Ali-Bara, las más extensas “ciudades muertas” al sur de Alepo;
  • Apamea (en la foto), que es el complemento perfecto a Palmira; queda el cardo -la calle principal, el eje norte-sur de todo asentamiento romano- larguísimo, flanqueado de columnas de granito. En origen seleucida, floreció en el siglo II, como una gran y próspera ciudad romana; no hay aquí sincretismo, sino pertenencia directa a Roma (SPQR), como prueba, para mi, la “ingeniérica” rectitud de esa calle, en comparación con la improvisación y quiebro de su equivalente palmeriense;
Los Museos Nacionales de Damasco y Alepo -con un 5% de sus fondos expuestos, el Museo Británico o el Louvre serían capaces de hacer más de una de sus “exposiciones-evento”, que llegan a ser visitadas por cientos de miles de turistas.

No es todo Antigüedad Clásica. Damasco y Alepo pueden ser fascinantes, sus barrios antiguos son tan exóticos y orientales ahora, como en el siglo XIX. Las dos son parecidas, pero muy distintas.

Me gustó más Alepo que Damasco, aunque recuerdo intensamente un paseo vespertino por el barrio cristiano de Damasco, después de un baño turco. Imagino que mi preferencia alepina se debe, en parte, a nuestro guía en la ciudad: Ahmed Modallal, un ingeniero agrónomo septuagenario, con quien paseamos por la ciudad, sus bolsillos repletos de anécdotas y caramelos, que comparte con alegría con todos. Alepo es como Barcelona, Milán o Amberes: una “segunda ciudad” orgullosa, comercial, opulenta, capaz de competir en igualdad -y superar, si se tercia- a la capital del país. Alepo tiene, junto con un bario viejo dominado por una fortaleza imponente y más presente que la de Damasco, un barrio nuevo, cristiano (griegos y armenios) de la época otomana, elegante y bullicioso, con casas volcadas a sus patios interiores -andalusíes, diría si fuera chovinista-, pero que asuman celosías a la calle.

En las dos ciudades hay un zoco, extenso y vivo, no sólo turístico, aunque todo se andará. Los zocos atestiguan el carácter industrioso, comercial y negociante de las ciudades, que vivan, por otro lado, bajo un régimen pseudo-socialista en lo económico -las dos ciudades son muchísimo más viejas que el régimen y, con seguridad, le sobrevivirán. Alrededor del zoco de Alepo, es posible encontrar fábricas de jabón, forjas de metales, talleres de artesanos agrupados por actividades, que aún existían en nuestras ciudades no hace tanto y que la lógica socio-económica de nuestras mentes condena a la extinción. Mientras los visitaba, se me ocurrió dudar que, cuando el progreso industrialice esas actividades, esos artesanos independientes vayan a salir ganando.

Fuera de las ciudades, en el camino de Palmira a Damasco, paramos a saludar a uno beduinos amigos de nuestro conductor. Desconfiamos, nos veíamos abocados a comprar baratijas, pero nos equivocamos. El cabeza de familia, que tenía 18 años, nos acogió en el “salón” de la tienda, nos ofreció té, yogur, mantequilla, pan y azúcar y no se nos pidió nada a cambio. Nos fuimos lamentando no llevar puesto un reloj para, en agradecimiento, regalárselo.

En este viaje, he vuelto a comprobar que el fútbol es verdaderamente el deporte universal -me dio la sensación de que los sirios son o madridistas o culés- y que el español más conocido internacionalmente sigue siendo Julio:



Hay cosas del viaje que me gustaron menos. Nos tocó visitar algunas ruinas (San Simeón) e iglesias (Seidnayya, Santa Tecla, San Ananias) por el sólo hecho de ser cristianos o, mejor dicho, por la presunción de que lo éramos y, por supuesto, de que nos interesaba ir. Me hizo gracia, eso sí, que nos llevaran con pías intenciones a la Iglesia de San Sergio y San Baco, construida en donde la tradición señala como el lugar de su martirio, en Maalula -donde se habla arameo, la lengua de Cristo, como insistentemente nos informaron. San Sergio y San Baco eran dos soldados romanos, que eran muy, pero que muy, amigos; tan amigos eran que hay documentadas ceremonias de bendición de amistades entre dos hombres, bajo la invocación de estos dos Santos, en la Iglesia Ortodoxa. Escribo “amigos” y “amistades” y no quiero decir otra cosa, no vayáis a pensar cosas raras, que no existen ni en la Iglesia, ni en Siria, ni en el Islam. Por las calles de Damasco y Alepo, puede ser que me cruzara con miradas intensas, ansiosas como los ojos de una fiera enjaulada, pero es sólo mi mente degenerada, inventando lo que no hay.

No volví enamorado, creo yo, por dos razones principales. Me resultó agobiante la presencia constante de la imagen de Bashir Al-Assad y de sus difuntos padre y hermano. El régimen es el que es, y eso ya lo sabía yo antes de ir, pero terminé teniendo la sensación de estar enjaulado. No se trata de sentirse inseguro -más bien lo contrario- o de sentirse vigilado, sino de sentir la presión que el régimen ejerce sobre la población. Me está bien empleado por saltarme mi regla de no visitar países en los que, si fuera local, estaría en la cárcel o muerto -lo hice por Palmira, todo tiene su precio.

También me resultó agobiante, he de reconocerlo, que todas las mujeres, salvo las cristianas y las turistas, anduvieran tapadas: todas el pelo y muchas, sobre todo en Alepo, completamente. Tal vez, yo sea un habitante de la Isla Mofobia, pero, al verlas, no podía dejar de pensar que no se trataba de una elección, sino de una imposición, debido a que se considera que su mera existencia tienta y distrae a los hombres, es decir a una culpa directa e ineludible de cada una de ellas. No digo más, aunque pensaba comentar que nuestro guía en Damasco me argumentó seriamente la razón por la que no creía en la Teoría de la Evolución: el Corán dice que Dios creó el Mundo y el Corán, todos sabemos, fue dictado, no inspirado.

Así que he vuelto fascinado y feliz de haber visto Palmira, muy contento de haber descubierto algunas otras maravillas, pero no enamorado. Mejor dicho, sí que he vuelto enamorado -y no sólo de M- sino que el viaje a Siria me ha hecho valorar más el que hicimos al Líbano, en junio de 2006. Beirut nos cautivó, porque es una ciudad abierta, cosmopolita, sofisticada, orgullosa, donde nos divertimos mucho, y porque, con todos sus problemas y muchos fallos, el Líbano es el mejor, aunque no el único, experimento de democracia y tolerancia en Oriente Próximo.

Cierro esta entrada en Venecia, una noche de luna llena, cuando la zafiedad del mundo moderno y los turistas -y compris moi- resbala de la superficie de los edificios, para hundirse en el agua de la Laguna.