Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


viernes, 5 de julio de 2013

Noches

He pasado dos días en Bora Bora. Diez días en la Polinesia Francesa, al final, no dan para tanto. 
Bora Bora es totalmente distinta a Huahine. Es decir, es igualmente hermosa, tal vez más, porque es más pequeña que las dos islas que forman Huahine (la circunvalación tiene 32 kilómetros) y su centro lo ocupan los restos del volcán que le dio origen: paredes verticales cubiertas de vegetación. La laguna es también impresionante, con varias islas sobre el arrecife, donde se apiñan los hoteles de lujo.
La casualidad, y la lógica del abastecimiento de guerra, hizo que está isla, junto con Fiji y, en menor medida, Samoa, fuera el primer destino turístico del Pacífico Sur, cuando se abrió al tráfico civil la pista de aterrizaje de la base norteamericana de la II Guerra Mundial. Pero, además, es un lugar hermoso, y me me extraña que los turistas sigan viniendo. No ha perdido ni su identidad y ni su belleza. 
El martes, circunvalé la isla en bicicleta, subí a una loma a ver las vistas y perdí un rato en la playa. El miércoles, un día ventoso y nublado, con algo de lluvia, seguí en mi tónica de mirar la vida pasar. 
Las noches, las dos noches que pasé en Bora, fueron estupendas: el lunes, vi un desfile de carrozas y, ayer, vi los ensayos de un grupo de baile. Hipnotizado. Algunas de las coreografías las vi dos veces. Sinceramente, no me es difícil entender que esos europeos del XVIII perdieran la cabeza, hechizados por los contoneos de caderas y movimientos de pies y manos; por esta gente tan guapa y amable y sonriente. Diría que estoy a punto de perderla también: la geografía de la Polinesia es fabulosa (hay infinitas combinaciones posibles, todas hermosas, del mar, la laguna, el arrecife, los volcanes extintos, la vegetación y la arena blanca), pero, más allá de eso, mucho más, es la gente lo que hace esta parte del mundo tan especial. Ayer se me ocurrió que el mantenimiento de las tradiciones y de su identidad, incluso en esta Polinesia tan francesa, nos permite ver aún un mundo distintos y anterior al nuestro, y que ahí residen su exotismo y la atracción. Anoche el discurso era más elaborado y parecía más profundo: sería el efecto hipnótico de las caderas, pies y manos. 

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