Empezó entonces la coreografía de la conquista. Siguieron hablando, tanteando el terreno, buscando la confirmación de interés e intentando intuir su continuación. Cada pregunta, cada comentario, cada sonrisa les daba la excusa para acercarse o volver a tocarse.
Max le iba gustando más y más. Le había hecho reír un par de veces y se estremecía ligeramente –muy ligeramente-, cada vez que volvía a cogerlo por la cintura. Además, la pastilla flojita empezaba a hacerle efecto. Así que le propuso ir a la pista y bailar un poco. Buscaron al resto de grupo, que los recibió con miradas curiosas y divertidas. "¿Qué ha pasado?" -le preguntó Tomás. "Nada. Todavía nada. Hemos estado hablando." -le contestó Enrique, mientras empezaba a bailar, al lado de Max.
Se dejó llevar por la música y las sensaciones: La excitación que sentía cada vez que Max lo rozaba o deliberadamente se tocaban amplificaba los efectos de la pastilla. Se sintió deseado, porque sí y sin complicaciones. Sólo existía el presente y estaba contento.
El grupo empezó a dispersarse. Unos iban a pedir algo a la barra, otros al baño, a la otra pista o al cuarto oscuro. Enrique y Max, tras la señal de una mirada, se perdieron juntos en una esquina, donde, rodeados de extraños indiferentes, bailaron juntos, muy juntos, y se besaron. Fue un beso largo -confirmación del juego y fin de su primera fase-, que le sirvió a Enrique para bajar la última línea de defensa, al descubrir que la boca de Max sabía mejor de lo que esperaba.
"Vámonos" -dijo Max, en parte una orden, en parte un ruego. "Es temprano -contestó Enrique- pero sí, vámonos".
De camino a la puerta, se encontraron con uno de los amigos de Tomás, al que le dijeron que se iban. Enrique sacó el teléfono del bolsillo, escribió: "Me voy con Max. Hablamos. Bss" y le mandó el mensaje a Tomás. Apagó el teléfono y, ya en la calle, se abandonó al momento, a caminar por una ciudad desconocida, arropado por la noche, al lado de un chico que le gustaba mucho y con el que tenía muchas ganas de follar.
Durante el flirteo, habían descubierto que habían nacido en la misma ciudad, donde ninguno de los dos vivía ya. Durante un segundo, en uno de esos silencios nada incómodos, que puntuaban su conversación en la calle, Enrique sintió que estaban burlando al destino o, mejor aún, que Max y él estaban destinados a encontrarse en algún momento de sus vidas, indiferentes al tiempo y al espacio.
Enrique solía dejarse llevar por la anticipación y el deseo en los primeros momentos de un nuevo encuentro, cuando se sentía el protagonista del guión de una gran película romántica, en la que todos los detalles tienen un sentido y todas las promesas están intactas. No siempre un primer encuentro era tan romántico. En ocasiones podía ser más simple, dominado por un deseo inmediato y directo, pero incluso en el juego de estrategias de una sauna, Enrique siempre sentía la pulsación de una enana blanca en el pecho y el estómago.
Llegaron al apartamento de Max, donde se acabó el juego. De la puerta a la cama, todo sucedió muy rápido, "consumidos por el deseo" -pensó, más tarde, Enrique, riéndose de no encontrar otra forma de decirlo, que una expresión de folletín, cursi y en desuso.
Lo cierto es que se entendían muy bien en la cama. Cada vez más cómodos, hablaban muy poco, mientras seguían un código no escrito –con las manos, con la boca- tanteando los lugares, la presión, las caricias y atentos a las reacciones del otro. Max le hizo saber, con suavidad y firmeza, que quería penetrarlo y Enrique, que hacía tiempo había descubierto que algunos hombres necesitaban ser los primeros, se dejó llevar. “Ya me tocará a mi mañana” –pensó, más tarde, cuando se estaba poniendo la camiseta que Max le había prestado para dormir, después de ducharse y antes de quedarse dormido, cansado, tranquilo, contento, abrazado a Max.
3 comentarios:
Me da la sensación de que, como buen folletín (de folleto y de folleteo), esto va a acabar mal...
mal no, va a acabar fatal, con tanto pastillón.
Comprenderéis que no puedo comentar hasta el final.
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