Escribo para mi mismo. Porque he descubierto el placer de releer las entradas para recordar mejor lo que vi y sentí. Escribo para relatarme mi vida a mi mismo. Esto supone que, como si fuera un papel pintado mal encolado a la pared, lo que aquí relato se despega ocasionalmente de lo realmente vivido y forma burbujas, con las que se adapta esa realidad a la lógica del relato, más que al caos ilógico y nunca lineal de la vida vivida. Por eso, en consecuencia, transformo los hechos en un relato y a quien menciono, y a mi mismo, en personajes de un pliegue de la realidad, sin por ello dejar de ser sincero.


domingo, 9 de junio de 2013

Santo

Por algún motivo, esta entrada no se publicó el martes pasado. Es anterior a "Kava". Vuelvo a intentarlo.

Esto es lo que he ido escribiendo desde el sábado que llegué a Vanuatu.

Primeras impresiones. 
Cruzamos las nubes en nuestro descenso. Donde antes sólo había océano, aparece un grupo de islas verde fluorescente. En la mayor, una meseta, veo turbinas eólicas en una montaña, tierras cultivadas, zonas forestadas, valles -más bien tajos en la tierra o, "ravinnes". Me ha recordado tanto a mi llegada a Puerto Príncipe: salvo porque es verde y no marrón. El aeropuerto es muy parecido a como era el de PAP en 1998.
Los carteles están en inglés y francés (esto fue el condominio franco-británico de las Nuevas Hébridas) o en bislama (el creol de raíz inglesa local). Leo TABÚ en algunos de ellos. Estoy en los Mares del Sur (en Melanesia).
Me recibe Joseph, que me ha ayudado con los complicados y fluidos vuelos internos, con una sonrisa y un collar de caracolillos blancos. Me acompaña a la terminal doméstica. Facturo para Santo. Falta una hora y media para que salga el vuelo. No hay nada más que hacer que hablar un poco, sentarse, esperar, aburrirse. Es aire es húmedo, pero no hace calor. Ha llovido. Corre algo de brisa. Estoy agotado de cansancio: ayer me costó mucho dormirme, a las 8.20 estaba de camino al aeropuerto, y el vuelo salió con 2 horas de retraso. Todo el mundo se mueve despacio, porque hay tiempo, habla y se ríe.

Primer día completo en (Espíritu) Santo, en la capital, Luganville, que es poco más que una calle principal asfaltada, de hecho la carretera que circunvala la isla. Esto me sigue recordando a Haití. Así sería Haití si ese pobre tercio de la Hispaniola no estuviera desforestado y superpoblado. También me recuerda a Cabo Verde, a San Luis en la isla de Mindao. La música, que oigo al pasear despacio, porque no hay prisa, por esa calle principal y las que se le conectan, podría pasar por afro-caribeña (puede que lo sea, que sea martiniquesa o "reunionera").
Hoy he vuelto a hacer submarinismo. Dos inmersiones en el naufragio del SS Predident Coolidge, un crucero de lujo de 200 metros de eslora requisado para transporte durante la II Guerra Mundial. Nunca había bajado tanto (43 metros; diría que sobrepasando el límite de mi certificación). Nunca había entrado en un naufragio: me ha producido cierta claustrofobia, aunque sin perder la calma, y, mucho más que eso, me ha maravillado. Me alegro mucho de haberlo hecho.
Me alegro mucho de estar aquí. Es un trópico más pobre que el de Koror (tendré que compararla, en su momento, Port-Vila), pero igual de amable. La gente se saluda -me saluda- al cruzarse. He comido en uno de los puestos del mercado, una carne guisada con verduras y arroz. Rico, sobre todo cuando le puse un poco de una salsa espesa de guindillas (chiles) y coco y tomate y zanahoria y quién sabe qué más (no me extrañaría que pescado o crustáceos secos, como en los acarajés bahianos).
La he pedido en la cena, pero no la tienen. Es el muy buen restaurante de un hotel mucho mejor que el mío. La cena me cuesta 10 veces más que la comida. Creo que mañana cenaré también por el mercado.
Me quedo en un hotel de los 70, que ha perdido toda su gloria y brillo, y que tiene la gran ventaja de estar casi vacío: no he tenido que soportar a otros turistas ruidosos, como los 16 australianos y norteamericanos que no pararon de hablar alto y beber, mientras cenaba, contándose, algunos con un falso acento pijo, y sin saber usar los cubiertos o cerrar la boca al masticar, lo que vieron en la inmersión de hoy y lo maravilloso que es el estilo de vida de estos isleños, que no sufren por tener demasiado o tener prisa, y otra serie de perogrulladas y lugares comunes pretendidamente profundos, que derivaron en contarse lo importante que son y algo que no llegué a entender del todo -los he soportado y oído, pero no escuchado- sobre llevar una vida sana, que me ha dejado perplejo: debemos de tener concepciones muy diferentes de qué es eso. Como la mayoría de submarinistas que me he cruzado por ahora en este viaje están gordos. El submarinismo es un deporte de gordos.

Lo de hoy, lunes 3 de junio, no sé cómo contarlo. Ha sido alucinante (impresionante, maravilloso, sorprendente, fantástico).
El plan del día era ir a la Cueva del Milenio. Por lo que tenía entendido se trataba de un par de horas de senderismo, seguidas de una media hora cruzando la Cueva, y otro par de horas de regreso. Fue y no fue así.
Primero, me llevaron en coche, por lo que queda de una pista de aterrizaje de la II Guerra Mundial y una carretera sin asfaltar a una aldea. Más o menos una hora. De la aldea, fuimos caminando a una segunda aldea y de, ahí, a la entrada de la cueva por un sendero de barro, no con pocas pendientes. Una hora y media. Antes de la última bajada, cambié las botas de senderismo, con barro hasta el tobillo, por los botines de surf (me habían dicho que había que cruzar un río y, luego nadar).
Al bajar a la entrada de la cueva, es cuando veo que no se trata de cruzar un río, sino que el río entra en la cueva y que no hay otro camino que seguirlo, con el agua a la cintura, salvo cuando nos encontrábamos con unos rápidos, que salvábamos usando pies y manos. Íbamos con linternas, para alumbrar donde poníamos los pies y, también, las paredes y techo de la cueva y las dos o tres cascadas que caían sobre el río. 
A la salida, nos esperaba el porteador, con mis botas y la comida. Paramos a comer a la orilla de una pequeña poza. Saqué fotos, pero creo que es imposible que se llegue a apreciar el lugar: rápidos a un lado y al otro, el comienzo de un cañón con paredes de 20 metros de alto y todo cubierto de vegetación. Además, aunque estamos en la época seca, está cubierto y llueve o llovizna como si fuera la época de lluvias. En las fotos el cielo sale blanco. In situ, había una tenue neblina, nubes atrapadas que precipitan lentamente, y realzaban, a mis ojos, el paisaje. Seguro que con sol es hermoso, en esta neblina, era mágico.
Después de comer, empezamos a seguir el río. Primero por la orilla, trepando por las rocas; luego, metidos dentro, dejando que la corriente nos llevara y nadando. En realidad, se intercalaron los tramos por las rocas de la orilla y los tramos por el agua. Cruzamos una docena de cascadas, cayendo desde las paredes verticales del cañón. No sé cuánto tiempo duró esta parte del camino. Fue mi favorita. Me sentí un explorador en un mundo virgen, por mucho que sabía que a excursión la hacen todos los días.
Salimos de agua y trepamos siguiendo un arroyo por una parece con algo de inclinación, hasta que llegamos a la segunda aldea. Paramos un rato para tomar un café (instantáneo) y comer algo de fruta.
El camino de vuelta fue primero andando, después en la furgoneta, que casi se queda en el barro un par de veces.
En la furgoneta, el conductor puso la radio. La música es afro-caribeña, como pensaba: regetón, merengue, meren-house, reggae. La mayoría cantando en español (en algunos casos, en un español malo y casi incomprensible). De vez en cuando, sonaban algo en inglés, como Beyoncé, y una "chanson" francesa. Vanuatu está lleno de sorpresas.




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